Rumbo a Teotepeque

Carlos Burgos

Fundador

Televisión educativa

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Mi madre y mis hermanitos se alegraron cuando les mostré el correograma donde me comunicaban que tomara posesión del cargo de profesor auxiliar de la Escuela Urbana Mixta de Teotepeque, stuff en 1953.

–Qué alegría, hijo. Ya vas a tener en qué emplear tus energías.

–¿Dónde queda Teotepeque? – preguntó mi hermano.

–No sé, veamos un mapa del departamento de La Libertad – le respondí.

Mi madre intervino para aconsejarme sobre la responsabilidad de ser maestro. Me recordó que mi conducta debe ser positiva con alumnos, padres de familia y compañeros maestros. Los buenos modales eran importantes, debería ser el ejemplo para mis alumnos. Me exigió que como maestro siempre debería andar bien presentado. Contaba con un traje completo, suficientes pantalones y camisas. Mi padre fue al almacén Caruso de San Salvador a comprarme tela de casimir para que nuestro sastre don José Luis Mejía me confeccionara otro traje.

En el mapa ubicamos Teotepeque. Mi madre había investigado que en la estación lluviosa el bus solo llegaba hasta Jayaque, de aquí habría que continuar a pie. Para llegar se partiría de San Salvador por la carretera Panamericana a Occidente, luego se doblaría a la izquierda sobre una carretera que me llevaría a Jayaque. Seguiría a la cumbre y luego bajaría por el lomo de la cordillera hasta el pueblo. También ubicamos Chiltiupán, donde trabajaría Ricardo; situado enfrente de Teotepeque, quedando entre ambos un profundo barranco con inmensos desfiladeros.

El lunes en la madrugada partí de mi pueblo Cojutepeque, en San Salvador tomé el autobús. En el extremo Poniente de Santa Tecla, por la colonia Las Delicias, el vehículo dobló a la izquierda sobre una carretera de tierra. Por la ventanilla miraba que los árboles zigzagueaban como arrieros de paisajes inolvidables. Cuánta belleza de la ruralidad jayaquense consumían mis ojos, al mismo tiempo que evocaba una canción de Pancho Lara, que entonábamos con mi maestro de música don Toñito Lanzas.

«Jayaque me gusta a mí

por sus montes encumbrados,

por sus ricos balsamares

y su cielo de zafír».

Las calles empedradas de Jayaque y sus casas blancas con tejados sedientos de sol, encuadraban en la estampa de su espléndida quietud. Después de visitar la iglesia, tomé la calle de tierra que conducía a Teotepeque. Lo que nunca imaginé era que iba a laborar en la docencia. ¿Cómo podría ser buen maestro sin estudios de pedagogía? Sólo recordaba a mis maestros como modelos. ¿Podría imitarlos?

La señorita Chon me enseñó a leer y escribir en el Colegio Luís Pastor Argueta de Cojutepeque. Halaba las orejas, pero era una maestra incomparable. Con paciencia y pellizcón  impulsaba el aprendizaje de sus discípulos. Don Tomasito Hurtado enseñaba bien y mantenía la disciplina en la Escuela Candelario Cuellar. Nadie se escapaba de su cincho de cuero, pero lo admirábamos como mentor. La niña Blanquita Martínez era una ternura, amaba a sus alumnos y también los acariciaba con una regla de madera contra las palmas de las manos.

Don Hernany Miranda, cuando estudié un año en el instituto de Santa Tecla, nos obligó a memorizar los diez casos de factoreo del Álgebra de Baldor, de doce a dos de la tarde, de pie, en pleno sol. Nos dijo que si no queríamos asolearnos aprendiéramos con rapidez. Jamás se me olvidarían tales casos de factoreo.

Cuántos buenos maestros tuvimos. ¿A quién imitar frente a mis alumnos? ¿Es necesario que yo también los castigue? Los niños son inocentes, traviesos, leales, juguetones, serviciales, olvidadizos, quejistos, escapistas. ¿Para qué castigarlos?, reflexionaba mientras acortaba distancia sobre la polvorienta calle. Ya se mencionaban las nuevas corrientes pedagógicas de eliminar el castigo de las escuelas. Estaba por iniciar una tarea de gran responsabilidad.

La caminata de Jayaque hasta la cumbre casi no la percibí por esa reflexión. Comenzaría a bajar. Me detuve un rato para inspirar-espirar a fondo. Se agigantaban mis pupilas asimilando sublimes horizontes, cordilleras engarzadas con cerros adormecidos en la inmensa lejanía, y temblaban mis piernas desde el borde que limitaba los profundos desfiladeros.

(Continuará).

 

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