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Poemas de Santiago Espinosa

La casa

Todavía recuerdo la casa. La convoco.

Mi madre le imaginaba sitios a las plantas

y mi padre, desde el umbral,

veía que esos espacios ajenos

despoblados,

se iban llenando de Mahler y de Mozart.

Los olores eran de cañerías.

De una humedad que no era nuestra.

Sólo saldremos de aquí con los pies para adelante,

juró Papá,

mientras en el teléfono hablaban intrusos,

de nombres que no conocíamos,

y mis hermanas, en silencio, ya sospechaban refugios

para el amor.

Sin cuadros, sin libros en el anaquel,

la cama principal estaba estática,

como sin tiempo.

Vimos cómo salían los pretendientes,

arrojaban la puerta y no volvían nunca.

Los vidrios se acostumbraron

a nuestras sombras, los vecinos

a la música extranjera.

La casa terminó por impregnarse de café,

carne digerida; copos de piel

que enmohecían las paredes.

Cuántas veces memorizamos la vista.

Cada calle,

cada ángulo que las rodillas

-en su afán de cielo-

cambiaban para siempre.

Allí quedó el pelo maldito

del cáncer de mi hermana.

Las cenizas del cigarrillo,

las hojas de los primeros poemas.

Las monedas se empobrecieron

en los bolsillos,

y la sonrisa de papá pasó por los guiños

hasta llegar al silencio.

Mamá maldecía,

como si la diferencia  en los pómulos

fuera culpa del espejo.

Y mis hermanas, en la cama,

dejaban el lado izquierdo para otro.

Todavía la recuerdo.

Pero hoy la imagino

con los ceniceros limpios

y las luces apagadas.

Suena la música de Mahler, de Mozart;

pero nadie silba después de la pausa.

Quizás miran la vista

poniéndole zapatos a las huellas.

Quizá ahora se acuesten pensando en otros

y tengan pesadillas con los mismos fantasmas.

Pero abrirán la puerta,

y dejaran la casa

en los rincones de otra memoria.

Porque pasa,

y más rápido que las casas

se envejecen las familias.

 

Al margen

Tarde de sed,

llueve sobre las calles

detrás de lo que escribo

siempre hay lluvia.

La música abre una esfera

donde entran y

salen los fantasmas

que no he visto

cesa la gravedad

bajo sus botas mojadas

y llueve

adentro.

 

El Carnicero

La materia

“diáspora de estrella”,

es para Don Orlando

kilos

peso tibio entre las manos.

Y el tiempo, del negro al blanco,

le zumba al oído

como moscas en la tarde.

Entre lomos, caderas,

blancos puñados de grasa,

pasan los días de Don Orlando.

Por eso alza las carnes al hombro

sin pensar en los cortejos.

Lee los mensajes de las fibras

sin detenerse en augurios.

No hubo pudor cuando

besó a su hijo entre placentas.

Cuando lo tuvo en los brazos,

y en los ojos del uno y del otro

la misma bruma,

sus manos, sin saberlo,

imitaron la balanza romana.

Las vísceras del hijo se velaron,

al ver la luz por el cuchillo de otros.

Don Orlando no hace conjeturas,

su madre le enseñó que era malo especular.

Y sin embargo

no olvida la bendición

antes de hacer los cortes.

Hay que lavarse bien las manos

sin importar el precio del jabón.

 

Pájaros barranqueros

Pájaros barranqueros

traen el péndulo del mar

grabado sobre las plumas

que les cubren la cabeza.

Reptiles siguen su vuelo

desde abajo,

con esplendor mortífero,

se disputan los cazadores

su heráldica sexual.

Ellos demoran la nieve

y me visitan

otra mañana,

llevan hasta mi casa

las migajas

de un paraíso clausurado

y esta belleza

que excava.

 

Interior au violon

Matisse le ha dado luces a un encierro

que no era la alegría de la vida.

El negro abisal de una ventana entreabierta,

el violín en su estuche de oscuridad

incapaz de traducir las gradaciones del océano.

Similar a un sueño, cuesta entender

qué es el arriba o el abajo.

El esplendor de lo sencillo

sobre una superficie en reposo

donde no llega el invierno ni la muerte.

Por un momento podemos sentir

la vecindad de la palmera y las olas

imaginar que el violinista

se ha ido a la playa o a morir

y en el estudio ha quedado

toda la música del mundo.

Se necesita olvidar mucho para pintar de esta manera.

Aprender a mirar los objetos como umbrales

entre el fuego y la semilla

hasta hacer de la luz un niño que se asoma.

Mi padre heredó esta réplica. La imagen lo acompañó

en los mejores años de la vida.

Allí supe que él también quiso huir, antes de nosotros,

perderse en su mar, también que quiso hacer del interior

un espacio propicio para la música.

Miro este cuadro donde un sonido deslumbrante

está a punto de abrirse. Y es otra vez el mar

el que espera por nosotros, mi padre y yo,

es otra vez la música. Como un vacío

que aún en la huida de los cuerpos

hace que triunfe el color sobre la gravedad y los días.

 

Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Poeta y ensayista. Profesor de la Universidad de los Andes y del Gimnasio Moderno, donde coordina la Escuela de Maestros. Poemas y ensayos suyos han aparecido en diferentes muestras de su país y del exterior. Escribe habitualmente para la Opera de Colombia y para varios medios, y ha sido traducido al italiano, al árabe, al griego y al inglés. En 2015 Valparaíso ediciones publicó en España Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos. Su libro El movimiento de la tierra ganó el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016. Recientemente fue publicada en México su antología Luz distinta.

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