Perulero extinto

Rafael Lara-Martínez 

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Desde Comala siempre…

 

La noche cayó estrellada sobre el cerro silencioso, salvo por la bulla hosca de los animales que salían al oscurecer.  El tacuazín se colaba agitado entre el techo y el cielorraso alto, asustando a la nueva inquilina.  Recién casada, ella vestía de suéter en la colonia que le parecía tranquila, de clima delicioso, distinto al calor del centro de la ciudad.  Por tradición, vivía con la familia del esposo, amable y poco numerosa.  Los padres y una hermana.  Todo buen matrimonio lo iniciaba el feliz traslado de la novia hacia el domicilio del varón.  El ajuste al nuevo orden doméstico marcaba la armonía, a cuyo ritmo intentaba acomodarse.  Quería adaptarse a esa intimidad antes de consagrarse en madre.

Su suegra entretenía la soledad en un crochet minucioso que tejía y deshacía, al mitigar el tedioso paso del tiempo.  Jamás concluiría su labor de infinito deshilado, ya que ningún náufrago perdido regresaría a casa.  Solícito, el padre se recluía en su cuarto privado que le servía de taller.  Dado lo reducido de la vivienda, en esa misma recámara pintaba óleos, tallaba madera y repujaba metales para enmarcar sus cuadros.  Los bodegones, retratos y paisajes los vendía por encargo.  Con la cuñada, realizaba los oficios de casa y paseaba las tardes por la ciudad entre el gentío.  Pensaba que algún día pondría un negocio para liberarse de esas cargas disgustas de limpieza.  Además, aborrecía la cocina.  La nueva hermana residía al lado, hacia abajo de la colina.  En esa pequeña ladera, la calle principal enlazaba la ciudad con un lomerío que ascendía en montaña hasta una planicie, a menudo nublada en invierno.  Luego bajaba en zanjón inhóspito hacia el mar profundo.  Proveniente de un pueblo cafetero en la cumbre, le parecía que esa geografía resquebrajada inscribía el encierro rotundo de cada desnivel.  Debido a los declives aislados, las residencias de esa altura casi sólo alojaban a los familiares del esposo.  Los hombres salían a trabajar; las mujeres aguardaban introspectivas.  Madres adultas o solteronas, se recluían en ese convento privado, al practicar un oficio recibido por tradición.  Acaso la salida de casa violaba su feminidad marchita ante los ojos varoniles que la inquirían.  Soñaba que luego de ser madre establecería un salón de belleza para independizarse y salir de ese encierro.

Aduciendo continuos dolores de estómago, desde el atardecer se disculpó de no acompañarlos en la comida.  El esposo se hallaba ausente.  Conducía al Campo de Aviación a un colega, con quien viajaba a México a establecer un plan de trabajo para la Sociedad de Inversiones Comerciales.  Antes de medianoche despertó afligida.  El vientre le roía hondo las vísceras y las piernas languidecían hasta el desplome.  Aún así se levantó al creer que se trataba de la falta de alimento.  Enérgica, a oscuras para no despertar a los suegros, se dirigió a la cocina.  Se sentó retraída a cenar algo ligero y liviano.  Luego de un almuerzo abundante, al atardecer una taza de leche caliente y una tostada le bastaban antes de dormir.  Además, el estómago la atormentaba tanto que, al retorcijón habitual, se añadía un agudo espasmo que le afectaba las entrañas.  Intuía que se trataba de su recién embarazo.  En el vientre se le revolvían los alimentos y el futuro bebé que la rascaba el sueño.  El silencio coreaba un réquiem inédito.  Los únicos ruidos provenían de los animales que rondaban los árboles frutales de mango manila, aguacate y guayabos.  Acaso —reflexionó— el insólito marsupial no sólo remedaba su estado físico de preñez, sino le evocaba el renuevo que brotaría de su interior hendido.  Nacería como la estrella vespertina que a diario bajaba al anunciar el descanso.  Cavilaba en rumor sordo, mientras las contorsiones se le intensificaban al máximo.  Un escozor ardiente la obligó a pararse.  Rápido, marchó de regreso al cuarto goteando sangre entre las piernas, cada vez más entumecidas.  Apenas le obedecían el impulso al andar.  Empero, su resolución decidía los pasos que trazaban huellas rojizas sobre la baldosa en orlas manchadas.  Siguió resuelta hasta el baño, donde el vómito completó el flujo bermejo más abundante que el menstrual.  Las piernas teñidas de lava incandescente sellarían el recuerdo.  El volcán invertido le eructaba un parto frustrado y doliente en cuerpo, en llanto y en fracaso.

Se limpió y los retazos de vísceras que le colgaban las envolvió para enterrarlas.  Temía los hospitales capitalinos, sin presencia de las parteras ancestrales.  A menudo sentenciaban a las mujeres enfermas, como si un anhelo de vida fallido fuese delito flagrante.  El cuerpo frágil lo purgaba la cárcel, luego de acusaciones sin examen médico pertinente.  Sin el consuelo pueblerino de las plañideras que entonaban el Stabat Mater Dolorosa.  Aborto involuntario en homicidio.

Jamás manifestó su quebranto en público, tarea propia de los hombres.  Desviando su pena íntima admitiría que su consorte “ya se había ilusionado de que íbamos a tener un tierno luego, quien llevaría su nombre, pero por ahora no hay nada”.  A oscuras, lo admitía a solas al escarbar la fosa de su aflicción, al borde del único perulero de ese suelo en terracería.  Sabía que abonaría sus raíces por una generación única —la de sus hijos— en su ferviente deseo de madre.  Mas, realista también, reconocía que su fruto no perduraría por varias cimientes futuras, quienes se disgregarían fuera de esa comarca matrimonial.  Ya lejanas olvidarían que el guayabo —extinto antes de su muerte— había predicho el exilio porvenir.  El inevitable ocaso de una estirpe.  Psidium pyriferum/guajava…, símbolo de identidad.

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