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Partió mi amigo: el amate de la UES

Hilda Henríquez

Poeta y profesora

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Su edad solo él la conocía. Está resumida en su tronco que registró uno a uno los años de su vida. Doblegado por el tiempo el árbol de amate centenario se rindió al fragor de la tormenta el día 22 de julio de 2,016.

Mi familia vivió en los terrenos de la Universidad Nacional desde 1941 hasta 1958. Yo tuve la oportunidad de ver la transformación de esos terrenos. Después de ser una floresta propicia para el descanso del alma, la agricultura, la crianza de ganado, cedió su vocación agreste al desarrollo. Sin duda que ha valido la pena el sacrificio del paisaje. Construir allí la Universidad Nacional ha sido trascendental.

Nuestra casa estaba situada exactamente en el lugar donde construyeron la facultad de Medicina. Nuestro árbol de amate, otrora frondoso y lleno de esplendor, referencia de los vecinos del lugar, fue respetado sin saber el símbolo que representaba.

Como gigantesco padre amoroso, era el refugio de la algarabía pajarera, que puntual acudía a sus nidos cuando el día terminaba. Fue la sombra apacible que acogía a la boyada a la hora del bochorno tropical. También los carreteros encontraron allí el remanso propicio para descansar y conversar  de sus andadas y anhelos.

En las horas quietas, y sin la interferencia de los mayores la sombra de su ramaje fue el lugar de recreo de la cipotada del vecindario. Niñas y niños nos reuníamos a  improvisar toda clase de juegos: no faltaron los columpios que casi tocaban el cielo, las chibolas, los trompos, la maroma, y las  competencias con los ágiles capiruchos. Los momentos variaban, las niñas tuvimos espacio para el juego de peregrina, las muñecas y la cocina. Durante los últimos años los muchachos a quienes les gustaba tocar guitarra, improvisaban sus serenatas tempraneras y con voz animosa cantaban las canciones de los tríos mejicanos, mientras nuestra alma adolescente vislumbraba el amor.

El árbol fue un punto de referencia para los vecinos del lugar. Las madres sabían que si un niño desaparecía de la casa, estaba jugando bajo el amate. Si castigaban a alguien se iba a llorar bajo el amate. Que si un chivo se escapaba de la manada había que ir a buscarlo bajo el amate. Y los pequeños también sabíamos, que si al amate se le llenaba el tronco de gusanos negros, era porque durante la noche el diablo había venido a bailar alrededor del árbol.

El árbol ya no está. El tiempo, la intemperie menoscabaron  su entraña. Sin duda ahora las voces  de los niños harán una ronda a su alrededor y con una alegría pajarera rendirán tributo a su recuerdo.

La noche fue larga. En el amanecer, el cuerpo de  Luci se rindió al sueño, agotado por los dolores  abrazantes, producidos por aquella enfermedad que no le daba tregua. Cuando al siguiente día despertó se sintió rara, como si ella fuera otra persona . Sintió frío a pesar de estar cubierta. Su sorpresa fue grande cuando al abrir los ojos vio que las paredes de su cuarto habían sido tapizadas de cortinas blancas, de una blancura deslumbrante. También las sábanas que cubrían su cuerpo  eran blancas. Tuvo también la impresión de que la estancia donde permanecía se había reducido de tamaño.

El cuarto se había hecho tan pequeño, que desde el mismo lecho donde permanecía acostada, tocaba la puerta. Pero no pudo abrirla por más que se esforzó. Lo mismo sucedía con la  ventana de vidrio. La luz que penetraba al cuarto era escasa, porque afuera, otra hoja mezquina, de madera, robaba la luz. Todo le parecía extraño. ¿Acaso estaba soñando? Había silencio en la casa, y lo disfrutaba.

A pesar de aquellas incomodidades se sentía tranquila. Los  dolores y otros malestares físicos  que tanto la atormentaban, habían cesado.

Escuchó pasos de gente moviéndose en el exterior. A través del vidrio  vio el rostro de su hermana que se acercó  tratando de verla por la ventanita. Tenía los ojos rojos con señal de haber llorado. Posó su mano en un extremo del vidrio, al tiempo que con voz suave le dijo: “Adiós, hermanita, allá nos reuniremos en el cielo”.

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