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Los tristes más felices del mundo: la felicidad según Marx (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

El mundo moderno es una gigantesca fábrica de mercancías, tangibles y virtuales, que satisfacen todo tipo de necesidades de diferente precio y origen, y ese mundo tiene en la felicidad uno de sus lujos más prohibidos y perseguidos, lo que la convierte en un desafío capital sometido por el capital, o sea la convierte en una mercancía más. “La naturaleza de esas necesidades –dice, Marx-, el que se originen, por ejemplo, en el estómago o en la fantasía, en nada modifica el problema”. Lo anterior, que no es más que declarar la mercantilización de la felicidad (la risa con derechos de autor), hace que sea uno de los ejes del mal y, además, un acto pornográfico al que se puede acceder pagando, robando o, en el peor y más común de los casos, solo queda conformarse con contemplarlo de lejos –como si fuera una travesura de niños- mientras se disfruta la noticia política como verdad y apología de lo inmediato en el que la historia no va más allá del presente y el pasado nunca pasa.

En ese escenario en el que se mercantiliza prácticamente todo, es válido indagar el sitio conceptual de la felicidad en la teoría sociológica y, en particular, en la herencia de Marx que nos invita a fundar una sociología de los cuerpos-sentimientos (el imaginario en clave latinoamericana; el sentido común en clave sociológica) para tener una visión holística de la persona. Según Marx, “la felicidad es la perfección humana, porque el ser humano más feliz es aquel que hace felices a los demás”. Entonces, la felicidad es el propio bien del hombre, es aquello que viene de la ocupación en distintas cosas y no de la pasividad, por lo tanto es lo que surge del trabajo y de lo intelectual.

El problema es que, al igual que el producto del trabajo que explota al trabajador (zapatos, camisas, carros, comida, joyas), la felicidad es algo que no le pertenece; es algo ajeno que se convierte en un objeto que lo domina porque es valor de cambio hambriento de sudor y plusvalía. De ese modo, cinco minutos de felicidad o diez risas diarias se compran con cuarenta horas de trabajo, porque no solo el pan y el sexo se logra con el sudor de la frente, también la felicidad (y su expresión visible: la risa) “está condicionada por las propiedades del cuerpo de la mercancía y no existe al margen de ellas”.

Como paréntesis obligado puedo afirmar que, según esa lógica, el político es una mercancía más que no se elige libremente, sino que primero se produce en la fábrica de los sueños del capital, y se compra con votos del pueblo, después, y, como toda mercancía, no le pertenece al votante (el comprador que es al mismo tiempo quien la produce) aun cuando la haya pagado al contado. Esa mercancía especial le pertenece al capitalista.

Aprovechando el hecho de que en las coyunturas electorales (pervertidas por el demonio del interés compuesto y el cinismo de la política) lo que se promete en última instancia (por ser intangible e imposible de ser controlado por la Corte de Cuentas o detallado por las oficinas de acceso a la información) es la felicidad total de todos -obviando el hecho de que hay que comprarla- me parece que es oportuno abordar, de forma genérica, el lugar de la felicidad en la sociología de los cuerpos-sentimientos que deriva del marxismo, esa sociología aplicada que es pertinente si se quiere darle otra evocación a los conceptos de imaginario, utopía y conciencia social. También al estudiar la felicidad como hecho sociológico nos topamos con que está determinada por la desigualdad en la distribución de las razones para reír y para vivirla como una experiencia estructural que involucra a los cuerpos y los sentimientos que forman una totalidad indivisible. De nuevo salta acá el problema sociológico de si esa felicidad, o lo que se cree que es, se origina en la sociedad porque se tiene acceso, por ejemplo, a uno de sus factores más fulminantes: un plato de comida tibia y a la hora justa, o se origina en el imaginario colectivo cuando la sociedad no puede brindarla y, entonces, la felicidad que pueda sentirse en la tristeza solo es posible cuando los pobres creen, por decisión divina, que no existen camellos que pueden pasar por el ojo de una aguja.

Si bien la sociología continental ha avanzado mucho en conocerse a sí misma (quizá desde que Solari, Franco y Jutkowitz -1976- escribieron su obra sobre los primeros treinta años de la sociología en América Latina), ese conocimiento ha sido, para la región centroamericana, una suerte de neo-colonización del intelecto porque ha estado subsumida en el itinerario y agenda de México y del Cono Sur, eso queda en evidencia en los congresos de sociología. Sin embargo, adentrarse en la sociología de los cuerpos-sentimientos (con la felicidad como tema de estudio desde una concepción marxista) parece ser una buena oportunidad de ganar identidad propia, tomando en consideración que el estar en un contexto social, político, cultural e histórico distinto a los precedentes, nos obliga a estudiar los sentimientos como parte indisoluble de los cuerpos, pues dichos sentimientos han sido convertidos en una mercancía como cualquier otra: somos capaces de llorar por una sórdida telenovela, pero no por los niños que comen basura cerca de nuestro vecindario.

Puede afirmarse, con cierto cuidado, que a finales de los años 90 la sociedad centroamericana enterró las armas guerrilleras y empezó a cerrar la transición a la democracia representativa en medio de la pérdida de la beligerancia de clase de los movimientos sociales y los líderes populares, lo cual hace menos notoria la falta de credibilidad de los partidos políticos.

En ese cierre de la transición, lo que le preocupa a la sociología centroamericana es abordar, con nuevos constructos teóricos, las implicaciones que tiene en “la felicidad” el arraigo incuestionado de la institucionalidad de este régimen –que sigue siendo el mismo capitalismo- y la consolidación de un modelo de crecimiento económico consumista, de espíritu neoliberal, el cual se va fortaleciendo con la formación de una nueva derecha política que tiene: un imaginario viejo; un discurso populista que no se sale del margen del capital; unos pregoneros extraídos del pueblo; y, para terminar la conspiración, abandera candidatos mediáticos de ropa limpia que capten votos ingenuos, tanto en las pantallas de televisión como en los supermercados.

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