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Los derroteros empedrados de Anastasia

Julio César Orellana Rivera

Escritor

I

«Llamaradas histéricas surgieron de la boca monstruosa

y quemaron la hierba de los alrededores».

Waldo Chávez Velasco, Cuentos medioevales

Eran tiempos de batallas: moros y cristianos se despedazaban sin piedad. Y cuando parecía no haber mano de Dios que detuviera las peleas, apareció un dragón azul escupiendo llamaradas. Los dos ejércitos se olvidaron del asunto que tanto les entretenía y en desbandada, huyeron por caminos equivocados: muchos moros fueron a parar a tierras cristianas y no pocos cristianos se sintieron extraños en tierras moras.

Si los combatientes en pugna siempre estaban dispuestos a quitarse la vida, lo hacían con mucho gusto y los cereales nunca faltaban. Esta vez sí. El dragón azul con sus llamas había quemado las cosechas y una hambruna terrible peor que las guerras, estaba enviando al cementerio a cientos de personas.

La Historia algo había dicho al respecto. En Cataluña, san Jorge, dio muerte  al dragón que con mucho empeño quería rostizar a la princesa.

— No se hable más — dijo el rey —. Que mi hija salga del castillo en busca del dragón; si Dios quiere, que envíe a san Jorge para que defienda  a la princesa y acabe de una vez por todas con ese animal. Pero si al santo no le está permitido venir, que se haga la santa voluntad del Creador y que le reserve un lugarcito en el cielo.

Dicho y hecho. La princesa con espada al cinto y su yegua Adolfina partieron hacia los campos en busca del dragón azul. La yegua que a tan regia dama cargaba se alejó leguas y leguas del castillo, pero aquél a quién con tanto empeño buscaban parecía que la tierra se lo hubiese tragado.

De repente, de una caverna grande y profunda salieron lenguas de fuego y el dragón azul con ellas. El dragón azul  al ver a la princesa no hizo más que echarse a sus pies y lamiéndoselos con su áspera lengua le dio un beso en el juanete  más grande que tenía en el pie izquierdo. Y suplicante, dijo:

— No me quites la vida, princesa. Si hago todas esas  barbaridades no es porque yo quiera; es que en mi adolescente existencia estoy  falto de amor y necesito que alguien se fije en mí.

Esto lo dijo con total humildad, que parecía un santo – dragón humillado compareciendo ante el tribunal divino de su especie.

— No te haré daño, dragón azul — dijo la princesa con su espada amenazante — si me prometes que de estas tierras te marcharás para siempre. Si no lo haces, yo misma, acompañada de san Jorge vendremos a quitarte la vida.

— ¡Nooooo¡ A san Jorge no lo quiero ver ni en pintura. Él ya me mató una vez y no quiero sentir en mi cuerpo su fría espada. Mejor me iré para no regresar nunca más.

Por el sol poniente sólo se ve la figura del dragón azul que no enfrentó  a la princesa, pero si tuvo el valor de no hacer polvo a la obesa que era más horrible que él.

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