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Libertad asistida (2)

René Martínez Pineda *

Había un maleficio en el silencio de Fernando que ella no quería descifrar porque no le interesaba vivir del pasado para no atraer malos espíritus. Avril creía eso porque ignoraba que la memoria del corazón edita los malos recuerdos para que el pasado no sea torturador y verdugo. Solo cuando paseaba con él recordaba alguna charla trivial pepenada en las bancas del parque Libertad; unas palabras al azar pescadas en las ráfagas de viento que turbaban el interior del bus que volaba hacia el barrio La Boca, después de saltar los muertos del día y bordear el reloj de flores de la Avenida Independencia; o recordaba un suspiro ajeno cuando llegaban telegramas con matasellos de Berlín, Buenos Aires, Suchitoto… total, cuando se confunden las conjugaciones del tiempo se confunde también el espacio porque, como dicen las ancianas bienhabladas, son la misma mierda en distinta nica. Entonces ella depositaba en la charla un nombre, una foto, un olor o una casa como si fueran limosna, monedas de plata que esperamos hagan el milagro de la resurrección de la memoria.

Erinnerung ist ein Labyrinth, dijo, el hombre sentado junto a él en el metro de Berlín, como si adivinara su dilema. Fernando no comprendió la frase, pero sí el gesto, por lo que intuyó su significado. ¡Qué sabe este cabrón de la nostalgia que te hace sentir confortablemente entumecido!, quizá soy el único exilado que no ha pagado su deuda, pensó.

Con el aire conspirativo con que leía los mensajes clandestinos en la guerra, sacó el telegrama, pero no desapareció la primera agonía que le produjo el mensaje: era una orden inapelable. No había nada ilógico. La reacción al releerlo era la misma; la sorpresa era la misma; el golpe en la frente era el mismo. Avril no lo leyó, nunca lo hacía para no meterse en recuerdos indebidos ni sufrir calenturas ajenas. Si el telegrama hubiera errado la dirección ahora no tendría ese dilema de disonancia cognitiva, pero eso sería sospechoso. ¿Qué le pasará a tu abuela que no ha escrito?, preguntaría, y él no sabría qué responder, o a lo mejor diría: es cierto, voy a escribirle, y haría como si se lo mandara. Todo estaría igual que hace unas horas: el café de la tarde en el panorámico de Brandeburgo; la pizza Italia del sábado por la noche, después del partido de fútbol; el beso de buenas noches después de compartir un par de series policiales o un concierto de Pink Floyd; el trabajo. Avril seguiría igual de hermosa, perfecta, atenta a los deseos de todos.

Como por instinto se bajó del bus en la Potsdamer Platz, y antes de doblar hacia la Avenida 9 de Julio, para admirar el Obelisco, se quedó parado sin saber dónde estaba; sintió estar en muchos sitios al mismo tiempo sin saber el día exacto en que estaba; se preguntó por qué no hablaba de algunas cosas y hechos, y hasta entonces comprendió que ese hermetismo absurdo es la visa del exilio que nos obliga a extrañar en silencio si no queremos ser deportados. Lo más que podía hacer era disimular la añoranza aferrándose a ella diciéndole que el pasado no importaba. ¿No importaba el pasado? Esa fue la mentira originaria del exilio (al decir originaria decimos que existen otras más formadas en la caseta migratoria); la mentira fundacional, por decirlo de alguna forma, porque sí le importaba mucho el pasado, tanto como le importaba el presente y futuro al lado de Avril y sus dos hijos porque ella era el símbolo de la transición vital: de la guerra a la paz; de marzo a mayo. Importaba el pasado porque era la explicación de lo que Fernando es; por ser el itinerario que le permitió conocerla, y el mensaje del telegrama, sentía él, ponía en peligro todo, y en ese instante la barbilla de Avril, aunque no estaba a su lado en ese momento, empezaría a ser sacudida por un sismo.

En la “5 Beine zur Katze“, la oficina de arquitectura donde trabajaba como diseñador desde el inicio de su exilio, releyó el telegrama, uno más de los muchos de la abuela, pero en esta ocasión con una frase lapidaria. Cayendo en el terreno del realismo mágico creyó que podría agregar una monosílabo, poner un “no” en el lugar preciso y así cambiar el mensaje y con ello la realidad, y entonces leer en voz alta el telegrama para que, sin querer, Avril escuchara un mensaje que no iba dirigido a ella, salvo algunos saludos fortuitos. Los telegramas hacían una pausa en la sala. Esta vez, Fernando sintió ganas de romperlo sin responder, mirarlo de norte a sur para hacerlo desaparecer o para deducir otro significado en las palabras de la abuela, talvez un significado casero, una sabia y fulminante reflexión política sobre la coyuntura electoral que está cargando los dados para que la derecha más reaccionaria vuelva al poder sin mover un dedo, pues ella siempre se adelantaba a cualquier conclusión.

La abuela era la fuerza que hacía soportable el exilio, y en sus telegramas se sentía que nunca se puso a llorar la ausencia de su nieto, ni su partida súbita sin retorno, tan gritada, tan sentida. En los años en Berlín y Buenos Aires, la abuela nunca habló de su propia muerte en los telegramas. Ni la remitente ni el destinatario hablaban de eso para no repetir el dolor, lo cual sería de nuevo un escándalo. Sólo el hecho de poner “Muerte” -con M mayúscula y la “u” como perpleja- pondría a temblar todo el telegrama y a quien lo leyera. Perder la noción del tiempo era su forma de no morir, lo que era reforzado con mensajes cotidianos de bienestar…: “Espero estén bien”. La frase siguiente era de similar pelaje: El gato no quiere hablar. La niña Glaucoma se dejó con el marido. Expresidente fingió su muerte para evadir la pobreza… Cosas así. En este telegrama lo único que debía hacer era interponer un “no” en la frase y así espantaría el miedo o la nostalgia, ya no sabía diferenciar una cosa de la otra.

Regresó a casa y el telegrama seguía ileso en su maletín. Aún no sabía cómo decirle a Avril lo que la abuela había escrito. Avril tenía puesta su gloriosa sonrisa y el rostro cada vez más era un reflejo de la perfección arquitectónica de Berlín y Buenos Aires, como si el viento de esas ciudades lo embrujara.

*René Martínez Pineda

Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES

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