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Ladinos, encomenderos y encomendados (2)

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René Martínez Pineda
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El Salvador pos-acuerdos dejó un país en un trance reflexivo que lo llevó inexplicablemente a la auto-compasión del mártir inútil o del que ganó todo pero no lo supo. Fue entonces cuando afloraron, viagra cialis en su dimensión ideológica, view dos proyectos históricos de clase que más que convivir, empiezan a enfrentarse en un escenario no bélico, edificando en su lógica conjunta un mismo presente.

Salvadoreños pobres que no pueden mezclarse con los salvadoreños ricos –aunque lo sueñen en un mall- y que se autonombran clase media, o sea: grupo de súbditos que creen que la condición asalariada arriba del salario mínimo los convierte en los ladinos ricos de la modernidad y como los ladinos originarios se comportan… súbditos que viven en un limbo ideológico porque se creen lejos de los más pobres (digamos a mil dólares mensuales) pero que están muchísimo más cerca de ellos que de los ricos (digamos, con mesura, a cinco millones de dólares mensuales). Ser un encomendado moderno es el extremo al que llega el salvadoreño y así le calza el mote de “guanaco” que describió Roque en su “poema de amor” como reflejo de su condición de encomendado que cree que su encomendero (el rico) está comprometido a darle buen trato, atenderlo cuando enferma, enseñarle a hablar spanglish y a evangelizarlo con un pastor en moto.

Siempre marginal, al encomendado le gusta retar a la sociedad y al vecino, entonces -y sólo entonces- descubre su lugar en el mundo y por tanto su razón de ser: no ser nadie. Se siente libre de romper las normas de convivencia (semáforo) pero sin tocar al capital; de conocer lo prohibido, pero sin conocer su historia de víctima que la ideología burguesa le dice que es el fruto prohibido; de enfrentar al vecino por un parqueo y agachar la testa frente al patrón, o sea desafiar a su igual y agacharse servil frente a quien lo explota. Así el encomendado (el pobre que no siente tal porque lo postulan como candidato a mandatario) se sabe distinto a ellos (los de sangre azul) e igual a los otros (los de sangre rala) y por ello a solas se sabe solo aunque esté rodeado de millones iguales a él.

Por eso no es infame afirmar que el encomendado –el ciudadano que vota en contra de sus intereses para sentirse igual al rico- sufre el complejo de inferioridad del súbdito, pero lo disfraza con la imaginaria condición de sentirse distinto: distinto de quien es su igual, como todo buen ladino. Esa soledad no es una ilusión, es la vida contemplada con los ojos abiertos del muerto. La soledad del guanaco tiene sus raíces en su hondo sentido religioso y en la muerte, la cómplice ideal de la vida. Por momentos, el salvadoreño quiere volver al centro del universo de dónde un día -en la conquista, independencia y expropiaciones- fue expulsado a balazos.

Varias son las caras del guanaco, ese ser primo que siempre está lejos de la realidad y de los demás: sus iguales. Lejos de sí mismo en las urnas. Capaz de hacer uso del silencio en las urnas o de la palabra en el mitin, ambas son armas de defensa contra el cambio social que tanto necesita; son armas de defensa contra su futuro socialista que es el destino que la historia traza, así como trazó los destinos previos, incluido el capitalismo. Palabras como “aculerarse” revelan el nivel de machismo que llevamos dentro, machismo al que, agónica, recurre ARENA para exigir un debate presidencial cuando ya no hay nada que debatir. ¡Culero el que se corra! Otro ejemplo es el doble sentido que lo hace sentir valiente en el anonimato, pues para él esa es la única forma de protestar cuando lo aplastan. Lenguaje secreto, ambiguo, ocurrente, de enérgica insinuación sexual que agrede de forma segura y, finalmente, termina por mostrar nuestro carácter hipócrita y cerrado frente a la realidad. El salvadoreño usa máscaras para proteger su intimidad e ignorancia, no le interesan las ajenas y, por tanto, el círculo del ladino se vuelve a cerrar. La forma instintiva en la que consideramos peligroso a todo lo que representa lo nuevo tiene su razón si revisamos la historia nacional.

Las mil máscaras del salvadoreño alienado (del guanaco pobre que acaba como pobre guanaco), sus mentiras, sus suicidios, sus paradojas, su necedad de auto-flagelarse en la urna votando por los ricos para cumplir su purgatorio de encomendado, reflejan sus carencias, su ignorancia, su falta de memoria histórica… esas mil máscaras que copió en la lucha libre reflejan –al tiempo que ocultan su identidad- lo que quiere ser pero sin hacer nada por lograrlo. Por eso, de tantas mentiras que se dice a sí mismo termina simulando lo que quiere ser sin poder serlo (cuando vota por los ricos se cree uno de ellos), ignorando su condición económica, con lo cual él mismo se condena a representar una verdad ficticia ajena a su materialidad, con lo cual desaparece o se hace invisible, de modo que es nadie siendo alguien y por eso quiere ser alguien haciéndose nadie. La contradicción (contenido sin forma ni tiempo-espacio) forma parte del guanaco porque con ella niega que es explotado o que se ha “aculerado” frente a otro. Cualquier excusa es buena para frenar la marcha del tiempo. En las elecciones, desde que fueron patentadas por la oligarquía, el salvadoreño, el encomendado, el arrimado, el guanaco se siente completo, seguro, amo de su destino aunque éste le pertenezca a otro.

La razón es simple: en ese minuto, en esa urna, la riqueza ajena y la pobreza propia se reconcilian (como canta “la fiesta” de Serrat) porque cree que el voto es un arma poderosa del hombre libre… y olvida que él sólo es libre de hacer lo que su encomendero quiere. Los ricos son: la minoría que no es pueblo, la minoría que no se ensucia las manos en los pleitos electorales porque para eso tienen sus “gallitos chingones” que ha buscado en el rincón de la pobreza menos obscena. Al nomás depositar su voto por los ricos, el guanaco cierra el círculo de la soledad porque ha votado por quienes no son iguales a él y ni siquiera se le parecen, pues no es lo mismo tener cara de alcalde de Ilopango que cara de gran empresario y, para terminar de joder, con un apellido impronunciable. El guanaco encomendado, el ladino que vota por los ricos espera que eso lo convierta en rico y lo haga tener los problemas macroeconómicos de ellos.

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