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La muerte viaja en ruedas

Álvaro Darío Lara,

Escritor y poeta

 

A pocas cuadras de mi hogar existe una esquina, que bien podría bautizarse como la «Esquina de la Muerte». Idéntica a aquel famoso sitio del San Salvador de ayer, ubicado entre la calle Concepción y la décima avenida norte, célebre por un célebre, y quizás mítico incendio, a principios del siglo XX que le dio tan tenebroso calificativo, aunque la gran mayoría lo atribuye a la cantidad de accidentes automovilísticos que allí se han sucedido, por la falta de visibilidad provocada por el serpenteante y vetusto trazado de las arterias de la zona, y desde luego, por la imprudencia.
El sitio al que nos referimos (ubicado sobre la calle Chiltiupán de Ciudad Merliot), ha registrado desde que el mundo es mundo, cantidad de infortunios, varios de ellos fatales y protagonizados por desequilibrados conductores que en horas, sobre todo, de la madrugada, han impactado en los muros de una llantería, llevándose de encuentro árboles, postes del tendido eléctrico, puertas, barandas, y cuanto objeto se ponga delante de su embravecida velocidad.
En menos de ocho días, dos espantosos choques, han cobrado la vida de una persona y provocado varios heridos de gravedad. Afortunadamente, no hay peatones victimizados, considerando el peligroso emplazamiento de una cercanísima «parada» de autobuses.
Si bien es cierto, esta nueva «Esquina de la Muerte» presenta una curvatura de cuidado para quienes bajan en dirección de occidente a oriente, también es cierto, que la prudencia (tan escasa entre nosotros los salvadoreños) aconseja, con total sabiduría, que la velocidad debe ser disminuida por los benditos riegos que implica la maniobra. Nadie en pleno control de su dirección, tiene por qué estrellarse trágicamente. Por desgracia, la historia es distinta.
Vamos al fondo del asunto. El tema que subyace, más allá de la calle en sí, es el asunto de cómo nos conducimos. A cada minuto, a cada segundo, el manejo de un automotor, se ha transformado, en una rutina a la que nos enfrentamos, como en una película de persecución, digna de Hollywood.
Nos conducimos con tal fragante violación del sentido común y de las leyes de tránsito, que hay que ser muy diestros, para evitar percances que pueden ser mortales en muchos casos. A esto se suma el pésimo estado de muchas vías de circulación y la falta absoluta de control sobre el parque vehicular que rueda sus cuatro o dos llantas por nuestras ciudades. A propósito de dos llantas, la situación se vuelve extrema con el aumento de los motociclistas y su afán por mantenerse ajenos a toda ordenanza de tránsito, realizando las más intrépidas proezas que sólo recuerdan al famoso acróbata estadounidense Evel Knievel.
Temeridad, matonería, descortesía, campean en el país, por parte de estos cafres del volante, muy bien repartidos entre automovilistas particulares y conductores de unidades del transporte colectivo.
Hace falta una auténtica revolución. Revolución en la educación, en la moral pública y en la cultura, que desde una civilizada democracia, transforme en bienhechor vino, las aguas negras de este sórdido presente.

 

 

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