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La muerte de un hipopótamo

Rafael Ruiz Blanco

He dejado pasar las semanas, para no herir sensiblerías. Pero fuimos testigos cómo, durante varios días, se repitieron las expresiones de dolor por la muerte del hipopótamo de nuestro Parque Zoológico.

Tantas simpatías había generado, que no recordamos se haya expresado tanto pesar por las otras muertes de animales que eventualmente suceden de las otras especies allí en exhibición. Pero este caso nos lleva a la reflexión que voy a exponer, pero que bulle en mí al menos desde hace casi cuarenta años: el martirio diario al que se ven sometidos los animales en cautiverio, especialmente los que están en un zoológico.

Allá por los años 80, durante el ejercicio de un cargo al frente de una de nuestras instituciones culturales en el Gobierno, tuve un frecuente contacto con otros funcionarios. Y por esa circunstancia, el entonces Director del Zoológico me comentaba que todos los días, antes de las 6 de la mañana, iba al mercado central a recoger desperdicios vegetales -tirados como basura- que llevaba al Zoo para agregar a la alimentación de algunas especies. Nada de extraño tiene esa escasez de recursos en un Estado que destina miserias al pago de profesores en las escuelas públicas, mientras conocidamente se evade, se elude y se roban impuestos.

Y es esa la cuestión: o se destina dinero suficiente para la alimentación de animales en el Zoo y las reservas serán menos para hospitales y escuelas, por ejemplo; o se pide a nuestra generosa clase opulenta que done un par de bueyes diarios para alimentación de carnívoros cautivos, olvidando los miles de niños que podrían comer esa carne.

Y aquí viene mi antipática propuesta. La muerte de un animal cautivo en un zoológico es solo la liberación de la tortura vitalicia de haber sido separado de su familia, de su entorno. El pobre hipopótamo que tantas expresiones de condolencia recibió, nunca fue objeto de petición para retornarlo a su escondido río africano, devolverlo al jolgorio en compañía de una veintena de familiares y amigos, devolverlo al lodoso río que Dios les ha otorgado a los de su especie. La de ese pobre hipopótamo fue una muerte en vida que ese animal sufrió, quién sabe durante cuantos años.

Y como él, otras centenas de animales que como un águila o un perico que  tienen en libertad centenas o al menos decenas de kilómetros para volar, están confinados a una jaula, que tendrá  -exagerando- cincuenta metros de largo.

Y si en tiempos anteriores un zoológico tuvo su explicación como medio de hacer conocer animales exóticos a los habitantes de una gran ciudad, en El Salvador debería evitarse esa crueldad sustituyéndola por una enseñanza verdaderamente educativa, dotándolo de amplios jardines con pabellones que alojen pantallas, donde los modernos documentales pueden mostrarnos al animal viviendo en su hábitat. Y allí el niño y el adulto, el educando y el maestro, podrán conocer el lugar donde vive la especie, su alimentación, sus hábitos, sus vecinos y mucho más. Esa sería una verdadera exhibición educativa en que, en media hora, podrá conocer lo que en toda una vida no podría saber viendo encorralados al león, al lobo, al cóndor.

En fin, cuánta poesía se podría vivir con un documental propio, retratando aquellas bandadas de pericos a los que cantó Alfredo Espino y que hoy han extinguido la desordenada tala.

Si seguimos torturando animales en un zoológico, sin dinero para alimentarlos, carentes de un espacio que no es posible dar, llegaremos al caso de aquel muchacho que buscando empleo aceptó disfrazarse de mono para ser exhibido en el Zoo. La primera tarde, al cerrarse el Parque salió de la jaula, pero a los pocos pasos vio al león que le seguía; despavorido corrió gritando, pero el león lo alcanzó y le dijo “callate ya, sino a los dos nos van a quitar el empleo”.

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