La llaga desnuda (4)

Erick Tomasino

Sólo un detalle

Antes suponía que me había mudado a esta ciudad para estar cerca de mi trabajo. Pero en verdad decidí mudarme a esta ciudad huyendo de Ella, order es decir de todo aquel ambiente que me hacía recordarla. Las callecitas tristes y descoloridas, nurse poco transitadas. La gente que siempre saluda al encontrarse aunque se encuentren poco. Las únicas tienditas donde en verdad valía la pena tomarse una cerveza. Aquella calma de pueblo aburrido que le hacía sentirse sucursal del cielo.

Desde esa decisión, me vine a esta ciudad que pretendí me mostraría cosas nuevas. Típico pensamiento de pueblerino pobre que quiere vivir en la gran urbe, una gran plasta de mierda llena de humo e indiferencia. No me costó mucho adaptarme a esta vida llena de desadaptados y desaprobación.

Esa tarde que mi compañera de trabajo se revolcaba de excitación por sentirse exitosa comparada a mi fracaso, decidí salir antes de la hora de mi trabajo. Los demás compañeros me miraban con inquietud o envidia por mi ímpetu, que en verdad era algo así como un capricho excéntrico poco comedido y menos consciente de lo que parecía.

Cuando volví a casa todo giraba al compás del reloj. Sonó el teléfono y era su voz -la que había estado tantos días ausente- en son de reclamo por mis tantos días ausente. “No podrás deshacerte de mí tan fácilmente” me dijo con una mezcla de amenaza y deseo.

Quedamos de vernos el siguiente día. Nos encontramos y nos besamos como si todo lo anterior no hubiera pasado. Seguimos con una conversación más que convencional, con los típicos ¿cómo estás?, ¿qué has hecho? y un tedioso bla, bla, bla. Luego devino un enorme silencio como si las palabras hubieran huido del caos o hacia el.

Mi problema es que te amo, le solté. Ella me miró de forma serena. “Vamos a tomar un café” dijo sin una sola expresión en el rostro. Caminamos por las mismas calles de siempre, solo que esta vez un murmullo de lluvia suspiraba por la tarde. Llegamos a la cafetería -la misma a la que yo iba siempre- ordenamos.

Para no variar yo pedí café negro y sin azúcar, ella una bebida carbonatada con mucho hielo. Estábamos de nuevo en silencio cuando sonó su teléfono celular; ahí se dibujó una bella sonrisa en su rostro. La bella sonrisa que no veía en mucho tiempo.

Quien hablaba era uno de sus ex novios llamando desde algún lugar de la penumbra. Mientras, yo leía un poema de Prévert. Al terminar me confesó que quería volver con él, que esa era una de las razones por las cuales dejaría de verme. No sin antes hacerme todo un decálogo de cómo debería mejorar mi personalidad. Un memorándum de todos los errores que supuestamente cometí y un ultimátum que me supo a plomo intravenoso en dosis exportables a China.

Desde aquella tarde nada fue igual. Tomé mis pocas cosas y me mudé del todo de ciudad en una especie de negación de la realidad, esa que por no estar preparado duele, hiere y a veces huele a estancada. Antes de que amaneciera con un pedazo menos de mí, inicié un recorrido del cual hasta hoy, me ha sido ajeno el destino.

Días después de mi estancia acá, las calles se volvieron distintas, a veces me sonreían y me ofrecían sueños, sonrisas como poemas, miradas con duda y me sentí alguien nuevo, un poco diferente a mí. De hecho era otro, otro más, otro más en la gran ciudad madre del caos. Un poco parecido a lo que quería. Sí, nunca estoy conforme, por eso sigo caminando “al lado del camino” pero en calles donde siempre se tropieza y se sigue caminando mientras se sacuden las heridas…

Comenzaron a aparecer personas que compartían sus cuentos, a veces de dolor, a veces con aliento a alcohol, a veces con sangre en los labios, en el pecho y en los sueños. Así está la metrópoli, llena de sombras en busca de luz con miedo a desaparecer.

Cada día pensaba que mañana encontraría una nueva historia. Es viernes y los versos andan bailando a mi lado. Quizá alguna mujer me lleve a conocer el alba, o de nuevo despierte buscando una sombra debajo de la almohada preguntando qué pasará después de verme al espejo. De rescatarme de mi angustia y de mi tristeza. Estoy incomprensible. No me culpen. Es el uso común en estos días de viento y melancolía.

Los días transcurrían entre la monotonía y la sorpresa. Nada cambiaba en la ciudad que todo lo vuelve persecución. Hasta caminar por las calles con los pelos destejidos en días de viento me volvía un sospechoso, un potencial delincuente que quería arrebatar las pertenencias de otros que querían arrebatarme lo poco que quedaba de mí.

Así, un día me encontré a una chica en uno de esos autobuses que si bien no matan, suelen recordarme a la muerte o pintármela de manera dolorosa. Preguntó acerca de una dirección y rápidamente deduje que tampoco era de esta ciudad; en todo el trayecto me comentó de forma resumida la historia de su vida cargada de sufrimiento y pena. Me conmoví y la invité a una cerveza.

Llegamos a un bar y continuamos la conversación, luego pasamos al área de los secretos y mientras las cervezas desfilaban imparables sobre nuestra mesa, nos comenzamos a tomar las manos y cada vez que era posible a besarnos en cada broma, como un código para asentir que nos identificábamos. Minutos después no conseguí ocultar mis deseos y la invité a mi casa. En tiempo récord estábamos sobre el colchón haciendo de la ropa un desperdicio, besándonos lascivamente mientras la sangre intentaba cubrir hasta lo más recóndito de nuestras cavidades.

Estábamos en eso cuando por encima del techo me apareció ese rostro que durante las últimas semanas me atormenta, se reía de mí y su mirada me convocaba de nuevo a la muerte, a esa que le temo cada día, cada minuto. Y estoy seguro que no había fumado nada extraño.

Aparté a la chica abruptamente, ella no entendía nada de lo que pasaba. Como para no hacerla sentir mal le mentí: “es que soy gay y mi novio puede venir en cualquier momento”. Inmediatamente se puso sus ropas y salió con un tono de vergüenza y resentimiento. La figura de mi fantasma reía aún con más euforia. Sabe que me tiene bajo su control. Y estoy sujeto a su voluntad.

Desde ese episodio el recuerdo no me permite salir de mi habitación a menos que sea para las cosas básicas o para ir a emborracharme. Lo malo es que me tienta a buscar chicas en los bares para luego, a mitad de la noche,  interrumpirme con su dulce sonrisa “tu est seulement à moi”. Ya nadie me llama ni me escribe. Creo se olvidaron de mí. El mundo entero teme a la muerte. Yo sólo soy su prisionero.

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