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Fronteras de la Nueva España Entre Aztlán (NM) y Cuzcatlán (SV)

Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech
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Desde Comala siempre…

III. Desenlace
Este doble vínculo del estar y del conocer arraiga el título y el subtítulo en su verdadero trasfondo filosófico. La conferencia prosigue la idea de una crónica cuyo tiempo lo mide la tensión —tension and tense in English— de mi propio espíritu —my mind, in current English folk terminology— hacia el pasado latinoamericano de estas regiones del suroeste estadounidense. Utilizando un concepto inglés —to realize— testifico que lo Real sólo se vuelve realidad en el instante en el que una persona o grupo lo asume como tal, ya que la creencia guía la visión cual sucede por siglos con los astros: Venus, dividida entre Nextamallani matutina y Xolotl vespertino.
Entiendo que la cultura latinoamericana se caracteriza por una idiosincrasia híbrida que mezcla la diversidad indígena con la ibérica en un todo único. Desde esta perspectiva —la de una memoria colectiva y subjetiva— rescato rasgos distintivos muy disímiles de las cualidades nacionales que al presente vinculan Nuevo México a la Nueva Inglaterra. Sánchez, más cercano de Humpty Dumpty que de Sancho Panza; Romero, de los Pilgrims que de las romerías. En esta recolección (logos), la invención del pasado da cuenta —realizes— que la memoria ante todo sirve a la expectativa, a la voluntad (will) política de un futuro (it will) nacionalista, más que a una fidelidad factual. Lo Real lo realiza el efecto de una cultura nacional. El anhelo presente de un futuro imagina el pasado a su imagen y semejanza. La memoria nacional oculta el archivo; el ritual cívico disimula los hechos.
Así ocurre con los tres términos que designan en EEUU al grupo de origen español: hispano, latino y chicano. Más que una pintura realista de los hechos, su empleo refiere la actitud subjetiva frente al pasado familiar y personal. El primero se usa en Nuevo México sin referir la variedad cultural de la península —castellana, catalán, vasca, gallega, gitana, sefardita, mozárabe, etc. Basta mencionar que el nombre propio de la Virgen de Guadalupe, reconocida por su raigambre indígena, proviene de una palabra árabe, tal como Guadalquivir, Guadarrama. O bien, el desdén por un místico español, Moisés de León, quien escribió “El Zohar” en el siglo XIII, al asentar lo complejo de la herencia hispana, que anhela olvidar ciertas facetas de su pasado. El segundo —latino— embrolla aun más la herencia, ya que obliga a incorporar otras naciones actuales, también diversas: Portugal Francia, Italia. Por último, el término reciente de chicano —neologismo de mexicano, xicano— afirma su deseo re-volucionario, en el sentido estricto y antiguo, que pretende retornar a los orígenes denegados.
Sin mencionar otras tradiciones como la asiática, la africana e incluso la anglo, me limito a reiterar la doble herencia indígena e hispana que une este territorio norteño de la Nueva España a su costado sureño exterior. La noción arquetípica la proclama el proceso de migración el cual representa —a nivel de lo imaginario— un elemento clave de una Tabla Periódica Universal, semejante al Alfabeto Fonético en su aplicación obligatoria. Habría una determinación estricta de lo imaginario, así como existe una precisión de los sonidos posibles de toda lengua. Como el libro del Éxodo, los diversos grupos indígenas emigran hacia la Tierra Prometida guiados por su Divinidad Protectora. Incluso, de retomar el concepto mexica, la migración forja un Destino Manifiesto —Pueblo Elegido a conquistar el resto— que los EEUU reiteraría en el siglo XIX. La migración indígena ocurre del norte al sur; viceversa, la hispana, de sur a norte.
La lingüística histórica comprueba la existencia de una familia de lenguas yuto-nicarao. En inglés aún influye la tradición colonial que asimila las ramas sureñas, al prestigio del altiplano central mexicano, al llamarla Uto-Aztec Languages. La distinción gramatical entre el náhuatl-mexicano, el náhuat-pipil y el náhuat-nicarao no resulta tan convincente, como la asimilación política de las hablas de menor prestigio a la hegemónica. Esta pauta deriva de la idea colonial que clasifica los idiomas centroamericanos como mexicano vulgar, en vez de reconocer su autonomía, donde “vulgar” traduce al latín el término “demos” del griego. Por designio colonial, el náhuat-pipil y el nicarao corresponderían al náhuatl-mexicano del pueblo rústico, en discrepancia a lo urbano y noble. La migración más conocida relata el éxodo de los mexicas hacia el Altiplano central. Empero, se argumenta que existen éxodos sucesivos hacia el sur, tal cual el de los pipiles y nicaraos antes incluso de la llegada de los mexicas al centro de México.
Estas peregrinaciones invierten su sentido durante la colonia, remontando por el referido Camino Real en crucero. Una de las primera figuras a recorrer esta vía se llama Cihuacoatl, uno los múltiples nombres mexicas de la Diosa Madre. Hacia el sur se le conoce con el calificativo indígena castellanizado de Siguanaba; al norte como La Llorona. Su presencia dilatada a todo lo largo del eje central del Camino Real testimonia la permanencia de un área cultural, por el recuerdo de los Seres Imaginarios. De Entes Ficticios que no se doblegan ante el simulacro técnico a la moda. Seductora al sur, abandonada al norte su silueta niega rendirse ante la nueva mitología de la ciencia, hecha hoy de fábula industrial. Su hijo —Cipitío o Cupido tropical; niño ahogado al norte— denota la actitud divergente hacia el mestizaje y hacia la colonización. Mientras Nuevo México replica el abandono de los Dioses a su progenie sumergida en el río —metáfora de la conquista espiritual— más benigno, el sur moldea la imagen de un Cupido que lanza flores y guijarros a las hembras, incitándolas a enamorarse. El verdadero sentido de un mito exige —no aislar una versión de la otra— sino contrastar acuerdos y divergencias, en un Camino Real ahora interrumpido por muros y fronteras nacionales.
Otra figura colonial común se llama El Cristo Negro. Su diseminación hacia el norte testimonia el potencial mito-poético de la frontera sur mesoamericana. Brota en El Trifinio, el único sitio en el cual se reúnen tres países centroamericanos. Ahí se levanta la antigua urbe de Copán en Honduras; el santuario en Esquipulas, Guatemala, y el bosque nebuloso en El Salvador. La controversia de su etimología resulta tan intrincada como la de su color oscuro. Sea que su nombre provenga del castellano Escapulario, del náhuatl-mexicano Itz-culti-paloa-c, “Donde las manos labran y reza la obsidiana”, asombraría aun más que un nombre chortí de la familia maya se difunda hacia áreas ignotas: Ek Ik Pul Ha, “Negro viento que empuja el agua”. Su verdadera cuna se complica. A Uds. de buscar otras procedencias que multipliquen las interpretaciones.
Por su color, simplemente, podría argüirse la quema de velas en su devoción, como causante del tizne que lo ennegrece. Más complejo, honraría el bronceado oscuro de la población que lo venera o la de una divinidad negra del comercio como Yacatecutli. De un triple comercio: almas —energía divina temporal— que circulan desde moradas ultraterrena a la Tierra, migrantes legales e ilegales, al igual que mercancías y capital. Para complicar el trasfondo ético, una de las novelas de la tercera década del siglo XX, en El Salvador, “El Cristo Negro” (1927) de Salarrué, estiliza su imagen como “devorador de excrementos”. En réplica de Tlazolteotl, no sólo absorbe la culpa ajena en confesión, sino realiza sus pecados y apetitos nefastos. El deseo ajeno de maldad lo encarna esa figura diabólica que permite la pureza de la comunidad entera, según el modelo típico de un chivo expiatorio.
De esta manera, la exégesis del color desemboca en un cuestionamiento teológico y moral, que el simple pigmento del humo evade aludir. Lo evade según la idea de una mito-poética sin ética ni preceptos morales.

A continuar: IV. Dimisión

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