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El pasajero fantasma del museo del ferrocarril (1)

René Martínez Pineda *

A esa hora todo es posible, viagra incluso ser el ave Fénix que renace de sus cenizas. Se ven muertos botando basura –pasó gritando, pharmacy “Carrito”, troche el loco local. Eran las cinco de una madrugada glacial en Ciudad Delgado, una madrugada que, cubierta por el vaho de la fantasmagoría, había terminado dos horas antes. Ese día, por razones inexplicables, el tren iba a realizar un viaje especial y secreto después de haber permanecido pastoreando, casi quince años, en la estación de locomotoras que está detrás de las naguas prehispánicas de la Terminal de Buses de Oriente, y cuya más alucinante noticia fue la inauguración, el 11 de diciembre de 2015, del Museo del Ferrocarril, lo que fue posible gracias a que los trabajadores de FENADESAL (cuya partida de nacimiento se empezó a redactar el 28 de marzo de 1882 con el desembarco, en el mítico Puerto de Acajutla, procedentes de Inglaterra, de las locomotoras que darían vida al más novedoso medio de transporte que realizó su primer recorrido, el 4 de junio de ese año entre Sonsonate y Acajutla, en pleno apogeo de la expropiación de tierras comunales y ejidos) se pusieron el overol de héroes anónimos de la cultura e impidieron, guardando cuanto pudieron, que todo fuese vendido como chatarra por el penúltimo presidente de derecha, sin sospechar que sus intenciones serían al final una paradoja. A esa hora la gente era un rumor masivo y silencioso de hormigas diligentes. Allá, en las bancas de madera mortecina que la distancia pone grises, las bisabuelas están sacando los panes con crema, los huevos duros y, como ritual obligatorio, el pichel con café de maíz para asustar el hambre y el frío de la familia. El paisaje de gentes y cosas lucía exactamente igual que en los remotos años en que el tren era, por aquello de la nostalgia de las décadas de oro del café, el transporte favorito y más democrático del país, pues tenía vagones de primera, de segunda y hasta de tercera clase, siendo la diferencia más notoria entre ellos: la comodidad de los asientos y, claro está, el servicio sanitario que, en el caso de la tercera clase, era tan solo un hoyo roído en la cima de un cajón de madera, por el cual se podía ver caer y se podía hasta jugar a la puntería con los desechos, líquidos o sólidos, lanzados en las vías.

Junto al andén de cemento sin afinar y salpicado de cuerpos somnolientos estaba la locomotora de vapor número 12 sacudiéndose, con sus bramidos humeantes fuera de este mundo, el sueño acumulado por muchos meses de hibernación forzosa, como tomando valor o como tomando impulso para iniciar la sinuosa travesía que en la cartelera del itinerario colocada en la pared detrás de la ventanilla de boletos –redactada, letra por letra, en la solemne y pesada imprenta de la estación, una Chandler manual de fabricación gringa- que prometía llegar puntual a Esquipulas, sin notables contratiempos y sin revelar el nombre y pecado mortal o pecuniario de sus pasajeros, ilustres, unos pocos; sin abolengo, los muchos. Estaba formado por cuatro vagones de tercera clase, uno de segunda, uno de primera y, como novedad, también había sido enganchado, en secreto y a solas, el vagón presidencial que por fuera simulaba ser un joyero barnizado fabricado con la mejor madera del mundo, todos juntos simulando ser una larga y jadeante boa que tenía como costillas las filas de asientos verdes o tapizados que estaban dispuestos, en todas las clases, para que se pudiera ir platicando frente a frente y compartiendo la tortilla con pescado frito que venden en las estaciones cercanas a los lagos. Ese día, las fotos exhibidas en el andén en las que se podían contemplar, suspiros de por medio, tanto los vagones de primera clase como el vagón presidencial, se habían salido de sus marcos de pino rústico.

En el vagón presidencial, y en el de primera clase, había iniciado el abordaje de pasajeros –vestidos a la última moda, todos; de puntillas, todos, para no atraer ojos indiscretos- mucho antes que en los otros vagones, de eso se dieron cuenta los viajantes que yacían en el andén desde que la campana de bronce milenario (que fue mandada a pedir -según cuentan las buenas lenguas- a Inglaterra, a finales del Siglo XIX, por el propio presidente de la República, Rafael Zaldívar) empezó a dar gritos de dolor que hacían trepidar su color oro, tan lustroso como pesado. El vagón presidencial iba custodiado, en la entrada, por un bar de lujo que se ufanaba de contar con botellas de licor traídas de todas partes del mundo y con unas butacas mullidas hechas con madera de la mejor calidad y rigurosamente tapizadas de color verde musgo para que la luz lánguida de las lámparas carísimas, traídas desde Austria, se reflejara sin herir a nadie, y cuyo último inquilino sería el presidente Arturo Armando Molina, en 1975, viaje en el cual, sin ayuda de nadie, acabó con toda la dotación del bar por la decepción sexual y vergüenza política que sintió cuando una de las candidatas del concurso Miss Universo le dijo, en plena recepción, que “ni aunque me ofrezca toda la reserva de oro de la nación, señor presidente” y, entrado en cólera, lanzó del vagón a su guardaespaldas para que le fuera a buscar otras botellas y otra mujer que no sea, que no sea, que no sea (tan ambiciosa o tan escrupulosa quiere decir, señor presidente -le ayudó, el guardaespaldas)… Que no sea tan jodida, dijo él, porque no sabía la diferencia entre una cosa y la otra debido a que no comprendía el significado de ninguna de las dos palabras puestas como opción por su guardaespaldas. ¡Y no te subás para arriba del tren si te hace falta una de las dos cosas, cabrón! –le gritó, el presidente, desde la butaca para dos personas que él había inundado con su culo de proporciones cetáceas.

Parados en los estribos del último vagón, al lado izquierdo, se encontraba el maquinista principal, don Rafael Aguilar Jovel, revisando los detalles técnicos; al lado derecho, un viejo General de piel rojiza -por la sangre de masacres inmunes a las leyes- de uniforme radiante y botas vírgenes, conversaba con un hombrecillo embozado hasta las cejas, del que sólo podía verse la punta de la nariz que no podía ocultar el color tierra de su piel.

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