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El enemigo bueno

Orlando de Sola W.

Satán, el Diablo y el Demonio simbolizan la maldad en nosotros. No existe la maldad en animales, o en fieras, porque no tienen voluntad, sino instinto. Y no puede haber maldad sin voluntad.

El Cura Sin Cabeza, el Justo Juez y el Enemigo Malo son personajes de la mitología Pipil. Aparecieron durante la conquista y colonización para controlar a la población originaria, especialmente en el campo y los parajes desolados.

Llama la atención el Enemigo Malo, que parece tautología porque contiene una doble afirmación, o redundancia, como “llover sobre mojado”; pero aunque así lo fuera representa un aspecto importante de la conducta humana.

Se sobreentiende que el enemigo es malo porque de lo contrario no sería enemigo. Pero cabe la posibilidad de que sea bueno, para explicar nuestra relación con la bondad. Por eso las naciones, como las personas, buscan enemigos para justificar su buena y mala conducta.

Todos tenemos algo de maldad y de bondad, por lo que necesitamos compararnos con los extremos humanos para medir fuerza y reafirmar nuestro compromiso. Lo mismo sucede con la bondad, en cuyo caso nos comparamos con los mejores, o mas buenos. El enemigo bueno es importante porque nos hace recordar la relatividad de nuestros actos.

Mal es toda intervención que causa perjuicio a la voluntad ajena. Voluntad es nuestro poder de elección, asistidos por el conocimiento. También es la facultad de decidir y ordenar nuestra propia conducta. Pero nuestra intervención en la voluntad de otros merece ser juzgada con equidad, con justicia, no como el legendario Justo Juez, que aparece de noche, a caballo y azotando a quien encuentra. El temor, como queda claro, es uno de los principales elementos disuasivos de la vagancia y asaltos nocturnos.

La justicia entre naciones parece llevar el mismo camino. Hay estados y gobiernos que buscan enemigos para justificar su afán de dominio. Durante más de cincuenta años de Guerra Fría se nos dijo a unos que el enemigo era el comunismo y a otros que el capitalismo. Ahora el Islam parece sustituir al enemigo de unos y la Cristiandad al de otros. En Centroamérica seguimos peleando una guerra que terminó. Pero en el resto del planeta, especialmente en el mundo desarrollado, una nueva Guerra Santa resume el conflicto entre estados cristianos y mahometanos, como hace ocho siglos.

La conquista y colonización de América sucedió en ese contexto de guerras religiosas, cuyas variantes todavía nos atormentan. La reconquista de la península ibérica, por ejemplo, duró siete siglos, hasta que concluyó en Granada, en 1492. Pero antes de eso, en 1453, los turcos otomanos, también musulmanes, conquistaron Constantinopla, la capital del cristianismo oriental. La renombraron Estambul y siguieron avanzando hacia el occidente cristiano, hasta que una coalición de fuerzas promovida por el Papa los detuvo en la Batalla de Lepanto, en 1571, en aguas del Peloponeso.

Aparte de la Santa Inquisición, las guerras religiosas del Viejo Mundo no afectaron mucho al Nuevo. Pero durante la Guerra Fría, entre 1945 y 1991, nos dividimos por estar dentro de la esfera de influencia del principal baluarte del mal llamado Capitalismo, que es un error semántico utilizado para contrastarlo con su enemigo, el llamado Comunismo, que también se equivoca al tildar de neo-liberalismo lo que en realidad es neo-mercantilismo.

Esa búsqueda de enemigos necesarios nos ha llevado a la guerra contra la corrupción y la impunidad, consideradas culpables de nuestro estado de postración. Pero la impunidad y la corrupción no son el Enemigo Malo, sino la maldad en cada uno de nosotros, que solo podemos contrarrestar con altas dosis de bondad. Por eso necesitamos un enemigo bueno que nos recuerde quienes somos, de donde venimos y quienes queremos ser. Necesitamos contrastar con la bondad nuestra pérfida maldad, limpiando nuestras culpas y las ajenas, sin recurrir a personificaciones externas del mal, como el Diablo, o Fra Diávolo, como llamaban en Nápoles a un pintoresco personaje que se oponía a la invasión napoleónica, a principios del siglos XIX. Fra Diávolo se disfrazaba de monje para cometer diabluras contra los invasores franceses.

No necesitamos tanto diablo para ser malos, pues la maldad reside en nosotros mismos, en nuestra actitud, que puede ser modificada con bondad.

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