El despojo

Myrna Solano

Escritora

Cuando mi madre nació había muchas tierras vírgenes que con el correr del tiempo dejaron de serlo y dieron paso a la edificación de nuevas colonias, una de ellas es la denominada La Satélite, una finca al norponiente de San Salvador cuyos cafetales y demás árboles fueron plantados con el sudor y esfuerzo de muchos habitantes de los alrededores. Miembros de mi familia trabajaron en ella y atestiguaron también como las máquinas derribaron todo para dar paso a la construcción de la colonia residencial que es hoy en día.

Cuando niña hoy recuerdo, era divertido para mí saltar el riachuelo que conectaba a la finca y me entretenía oyendo historias que los colonos decían habían sucedido entre los espesos matorrales o a la orilla del camino. La niña Licha gustaba de narrar historias interesantes y todos los cipotes nos sentábamos a escucharlas  en pequeños trozos de árboles que había tirados por doquier mientras que una sencilla mujer, cuyo nombre nadie conocía se unía a escuchar. Siempre estaba allí, callada, inmóvil, parecía meditabunda y no se alegraba ni con las carcajadas que a veces nos provocaba la niña Licha, cuyas historias a veces tan misteriosas como la que les contaré ahora, nos dejaban con la curiosidad de saber más pero ella argumentaba que lo dejaba a la imaginación de cada quien mientras se levantaba del peñasco donde solía entretenernos con sus relatos.

Esta historia decía sucedió cuando la tarde soleada había caído y el murmullo de pájaros hacia su ronda en busca del placido descanso entre ceibas y mángales a la vera del camino. Los faroles, cual débiles lucecitas decoraban la pobre escena de espanto. Entre los matorrales y muy lejos de todos gemía la india su gran infortunio. El hombre la miró con malicia pues había bebido de su niñez roída con violencia; cansada de luchar, con el rostro vendado y la boca marchita la India sintió como su fiera se alejaba. El adhesivo color plata le había ahogado la angustia mientras que los caballos, testigos mudos de la ignominia, marcharon solos braveando de impotencia. Yo, a mis escasos siete añitos de edad, interrumpía para preguntar qué era lo que le había sucedido más no hubo respuesta y el relato prosiguió. _ Un velo de lágrimas cubría el rostro de la india mientras caminaba, al tiempo que el hombre se refugiaba entre las sombras de la noche hasta llegar al amanecer, al portal de su hermosa casa.

En el cantón corrió la voz del nuevo ultraje, la india Rosibel no sería la primera. Sucedía cada noche. El jinete seducía  a su presa con su apuesta figura, pero de noche se tornaba feroz como lobo de cacería. Su cuerpo musculoso ligeramente se encorvaba transformándose en el de un labrador deseoso de compañía. Era amable entonces, decía la niña Licha con un dejo de malicia, como si le hubiese conocido. Un pellizco de mi hermana me indico que debía guardar silencio y escuchar más de la historia que así prosiguió: _Su debilidad era la noche y aborrecía el amanecer pues éste era testigo de la terrible metamorfosis que sufría su cuerpo. Su  alma putrefacta se perdía como un caudillo en medio de la noche. Un día, sin embargo, los hombres decidieron descubrirle y prendieron una fogata en medio de los matorrales e invitaron a todos los pobladores y juntos vivieron el día más largo de la historia. Colocaron antorchas por doquier e iluminaron con collares de luz hasta los perros, y buscando en los llanos se incendiaron sus corazones de fe por encontrarle. La noche prosiguió en silencio. El sacerdote Leonel oraba sosteniendo entre sus manos el cirio mientras las mujeres murmuraban el rosario una y otra vez. Aquella noche el indómito espíritu no se aparecería.

Sin embargo, una tarde salió a tomar aire y reclinado sobre el balcón contemplaba con beneplácito la gigante y hermosa luna llena cuyos zafiros de plata mostraban su brillo tras la ancha y obscura colina. Es  temprano aún pensó. Más su cuerpo comenzó a desdibujarse dejando entrever de sus ojos y nariz solo los agujeros de cuyos abismos escapaba un aire blanco que salía  de su boca. Al tiempo que sus arterias y músculos abandonaban su cuerpo, su esquelética figura se encogía al ritmo de las transformaciones. El canto de las auroras tardías en la colina me hizo estremecer y abrazando mi pequeño bolso donde llevaba siempre mis hilos para tejer continúe escuchando a la niña Licha, que ahora daba un largo sorbo de café mientras nosotros esperábamos que siguiera su historia.

-Parecía la figura endeble y frágil de un niño de seis años. Prosiguió. Del abismo profundo de su boca escapo un grito de dolor mientras los ojos ingenuos de Toño, un labriego del lugar contemplaba sin comprender lo que sucedía.  Éste corrió a buscar ayuda, pero solo encontró el silencio. Se arrodilló presuroso a rezar y mientras se persignaba pudo sentir como un calor extraño le rodeaba la cintura. La sombra bestial le cobijo con su maldad y le arrebato la inocencia. Toñito, entonces, creyéndose loco desvarió por un momento y se lanzó sin pensarlo en un precipicio a la vera del camino.

Al amanecer le encontraron, había  horror en su  mirada y un grito de espanto se dibujaba aún en su boca mugrosa de grandes dientes amarillentos. Parecía que él mismo se había ahogado de pena. Nadie supo explicar lo que pasó, pues no fue entre matorrales, sino  frente al balcón aquel de la casa rosada, al pie de la quebrada.  Esta vez, los espejuelos de la niña Licha nos mostraban el miedo que ella sentía al contarnos este cuento; yo, sin advertir mucho de que se trataba el infortunio, prestaba atención a los gestos de todos los cipotes que estábamos muy atentos escuchando la historia alrededor de la  niña Licha, y por sus  expresiones intuía que nada bueno sería aquello. Temerosos de que volviera, a atacar de nuevo -continuo diciendo- los pobladores decidieron entonces hacer una vigilia en el templo y auxiliados por el párroco ofrecieron inciensos y plegarias al patrono del pueblo.

Después de una semana, un ciervo, el más pequeño de la congregación, habría de confesar la más sorprendente revelación que jamás un espíritu  había pronunciado. De pie junto a los presentes narró las incontables veces que había sido perseguido por los instintos bestiales de su padre y su tío, y rompiendo en llanto mostró las cicatrices que una a una dejaban ver cuán impotente había sido para defenderse. Al termino de aquella insólita confesión, los fieles pudieron observar como su cuerpo se desprendía presurosamente hasta perderse por completo en un apagón que asolo la paz de aquel recinto. Las puertas del templo se cerraron de golpe, la gente empezó a gritar y el sacerdote alzando el cirio que pendía de sus manos le gritaba a aquel espíritu impuro que abandonará el lugar.

Después de varios minutos, el cirio rodó por el suelo arrebatado por una fuerza extraña, al tiempo que la india gritaba de espanto al ver como el más pequeño de la comunidad, se retorcía en una sombra polvorienta que escapó por los vitrales del templo.

Al cabo de la historia todos los pequeños estábamos aterrados y yo con más preguntas que respuestas tomé mi bolso para dejar la finca y no tuve tiempo de advertir que la misteriosa mujer de quien nadie conocía su nombre se había marchado. Con el tiempo me daría cuenta que esa historia era la suya, pero que todos contaban como si fuera irreal y que ella al no poder con su dolor había enloquecido y murió siendo aún muy joven. Su vientre no floreció, su corazón roto por el salvajismo y la impotencia de sentirse víctima de un pasado doloroso hicieron mella en su sonrisa pálida y en su andar esquivo y silencioso.

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.