El caso Morrison

Erick Tomasino

Escritor salvadoreño

1.

Mi nombre es Enrique Fasso. Soy investigador privado y me especializo en casos de infidelidad. A mi oficina llegan muchas solicitudes de personas que quieren que les resuelva dudas relacionadas con sus parejas cuando presuponen que les están jugando la comida. La mayoría de mis clientes son mujeres que buscan confirmar sus sospechas respecto al marido que las engaña. Estas sospechas casi siempre son falsas, pero he aprendido en este negocio que es mejor decirles lo que esperan escuchar que decirles la verdad. Así, si se resuelve el caso tal como ellas lo esperan, puedo cobrar una jugosa bonificación. A veces he mentido y en el caso de que el adulterio sea cierto, cobro por partida doble; es decir que cobro tanto al cliente inicial que sospecha, como a la pareja infiel a quien descubro. Por ello –debo admitirlo- he falseado pruebas para mostrar a mis clientes que su pareja le engaña o he chantajeado a los otros para no dejarlos en evidencia.

Últimamente el negocio ha decaído, con esa saturación de lo que llaman “redes sociales”, profesionales como yo ya no somos tan necesarios. Es tan fácil dar seguimiento a la pareja y sospechar de sus engaños bajo los códigos virtuales del rastreo y seguimiento. Pero aún con este hecho, siempre sale una que otra persona ansiosa de develar el secreto evidente de la mentira y me contrata.

En especial recuerdo la vez que una mujer de avanzada edad entró de súbito a mi oficina, yo siempre prefería que mis clientes llamaran por teléfono antes para acordar una cita, así sabría de antemano si aceptaba o no el caso, sin embargo ella rompió con esa regla que, a decir verdad, sólo yo cumplía.

A esta mujer me parecía que ya la conocía de algún lado, minutos después reaccioné que era una de esas personalidades de las esferas del poder que solía aparecer en los noticiarios emitiendo incendiarios comentarios contra sus adversarios políticos. Al acercarse a mi escritorio noté que cuando quería parecer graciosa, no era ella sino el botox quien reía. No era para nada atractiva, pero como dice un amigo mío, tenía un sex appeal que la hacía llamativa. Su nombre era Elizabeth Reina, una exfuncionaria de gobierno con altos cargos dentro de su partido y conocida en los pasillos del chisme político como “La Octopussy”, apelativo asignado porque supuestamente en su juventud se parecía a Maud Adams, una seductora chica Bond en la época en que Roger Moore encarnaba al famoso agente.

Bety –como me pidió que le llamara- entró con la urgencia de quien quiere resolver un asunto de vida o muerte, se veía alterada, le pedí que se sentara y así lo hizo. Puedo fumar me preguntó. Seguro le dije. Al mencionar la palabra “seguro” me lanzó una furtiva y nerviosa mirada, parecía que algo la incomodaba. Sin embargo se ubicó en la silla y mientras prendía su cigarrillo se cruzó de piernas, acción que reveló, más que una voluptuosa piel como suele suceder en este tipo de escenas, un fustán color talpa jocote que me recordaba a las prendas mata pasiones que solía usar mi ex esposa.  Bety, al igual que en la mayoría de los casos, pretendía que yo siguiera a su marido para saber si se la estaba bajando con otra; lo curioso que en este caso su pareja no era un viejo verde sino que se trataba de un muchacho joven a quien Bety le llevaba muchos años de anticipo y de quien sospechaba que la engañaba con otra mujer. Sus dudas se basaban en que él salía todas las tardes de su casa por el mismo lapso sin dar un motivo claro. Él –me confesó- era uno de esos tipos que pese a su juventud, no realizaba ninguna actividad que pudiera argumentar sus largas ausencias cotidianas; era uno de esos que gracias a las condiciones propias de su clase “ni estudiaba ni trabajaba” más por pereza que por carencia. Quería que siguiera sus pasos y le informara de lo que hacía cuando se ausentaba de casa, quería saber a dónde y con quién se reunía. Bety vino con una fotografía del susodicho impresa en papel simple, el tipo en efecto –al menos en apariencia- era varios años menor que ella, razón suficiente para que asumiera que la presunta mujer con quien se encontraba era también joven. La foto no permitía detallar el aspecto del tipo, sí parecía una de esas fotos sacadas “para el feis” con una sonrisa falseada por la amenaza del obturador que le daba la apariencia de un joven alegre encantado con la vida.

El caso me parecía bastante fácil, pero mi tasa de honorarios dependía de hacer creer que era difícil por los riesgos que se asumían, así como también de las condiciones económicas del o la cliente. Esto es pan comido pero me llevaré una buena cuota, pensé. Así que le dije a Bety que tomaría el caso y le di un papel con la cantidad de lo que costaría el trabajo, cincuenta por ciento ahora y el otro cincuenta al terminar más el diez por ciento de imprevistos; terminar significaba entregar un sobre con pruebas, fotos, grabaciones y un folio describiendo el modo de operar del sujeto. Sólo quiero saber dónde y con quien se reúne, reiteró. No se preocupe, mi trabajo es garantizado. Bety salió confiada en que resolvería el caso satisfactoriamente. Más tarde aparecería en la televisión quejándose de ser víctima de persecución política tras haber sido denunciada por un “mal manejo de fondos públicos” que –según la nota- rondaba varios millones de dólares. De haberlo sabido antes le habría cobrado más por mis honorarios.

2.

Carlos Jaime, hombre, treinta y cinco años de edad con estudios no concluidos de derecho en una universidad privada, relación sentimental “es complicado” (así se leía en su perfil digital). Especial afición por los carros, la música rock, principalmente las baladas románticas de los años sesentas, setentas y ochentas. A parte de una que otra fotografía en algún sitio turístico apenas abrazado de un grupo de amigos, no había mayor prueba para fundamentar sospechas en contra de él; es más, la mayoría de sus álbumes fotográficos tenían relación con su pasión por los motores o luciendo camisetas de sus bandas favoritas, en definitiva me parecía que llevaba una vida demasiado simple y monótona pese a las condiciones materiales casi infinitas que Bety le daba como muestras de su amor. Y por supuesto, como dato importante, no había ni una foto junto con ella ni de ella. Pero tampoco fotos con otras mujeres.

Una vez agotado el rastreo virtual era momento de pasar a la de seguimiento de campo. También me parecía sencillo tomando en cuenta que Bety me había dicho que Carlos Jaime solía salir todos los días a la misma hora por un lapso aproximado de tres horas para retornar a casa a la misma hora, según datos corroborados con los vigilantes de la casa. Así que me dispuse a seguirlo, el día elegido fue un viernes por el ambiente de fiesta que ese día suele pulular en la capital y por el olor a sexo desenfrenado que deambula por las calles.

Estacioné mi auto a unos cuantos metros del portón de la casa de Bety apenas unos minutos antes de la hora que Carlos Jaime habituaba salir, el tráfico de la ciudad había estropeado mi plan original y con suerte no llegué demasiado tarde como para perderle la pista. Leyendo la bitácora del caso, recuerdo que ese día salió exactamente a las tres con dos minutos. Lo primero que me sorprendió fue que, a pesar de su pasión, no conducía un súper auto sino uno más bien modesto. Tomó dirección con rumbo sur poniente precisamente a una zona de apartamentos muy cerca de la zona de centros comerciales y bares a la que acudían los chicos de su clase. En uno de los semáforos casi le pierdo la pista pues al ponerse la luz en amarillo él aceleró cruzando la calle a toda velocidad, mientras yo tuve que detenerme debido a mi maldita costumbre de respetar las señales de tránsito. Parado por unos segundos, una voluptuosa mujer se acercó a mi ventana para entregarme varios promocionales mientras el semáforo volvía al color verde. Para mi suerte el tráfico estaba tan pesado que Carlos Jaime apenas había avanzado unos metros y logré retomarle la pista. Seguimos por varias cuadras hasta que se introdujo a uno de los complejos habitacionales entrando sin mayor dificultad, parecía que el vigilante encargado del ingreso lo conocía muy bien debido al saludo ameno con que lo recibió. Para mí, entrar en aquel lugar implicaba un poco más de esfuerzo pues debía tener una buena excusa para ingresar. Así que tomé la decisión de parquearme a una cuadra del edificio para seguir a pie.

Mientras verificaba si dejaba bien cerrado mi carro, noté que los promocionales que me había dado la voluptuosa mujer del semáforo eran de un famoso nigthclub de la zona, tomé aquel fajo y los llevé conmigo. Me acerqué al portón y el vigilante me pidió la dirección exacta y el motivo de mi visita, lo observé pensativo por unos segundos, sin mayor detalle le dije que era repartidor y le entregué uno de los promos, si lo lleva esta noche puede participar en nuestras excelentes rifas, el hombre me miró entre sonriente y cauto, como no lo veía muy convencido de mi estratagema y al no tener otra excusa tuve que sobornarlo, le dije que seguía al chico que acababa de entrar y que no hiciera más preguntas o ambos nos meteríamos en problemas, le extendí la mano y me miró sorprendido pero agradecido por los billetes estrujados que le entregué sin saber la cantidad exacta de la mordida. Lo que parecía más difícil había sido superado. El hombre además se quedó con todos los promocionales del nigthclub.

Me acerqué unos cuantos metros al apartamento cuya dirección me había brindado el vigilante. Al acercarme sigiloso, noté que Carlos Jaime se encontraba cerca de la ventana que daba hacia la terraza y parecía muy concentrado mirando hacia una pared. Tenía puesta una música de fondo que sonaba muy estridente y mis sospechas iniciales me llevaron a especular que se encontraba con su amante. A este caso cobro por partida doble, pensé.

Seguí así por varios minutos anotando cada movimiento en mi libreta. Carlos daba vueltas al ritmo de la música como quien hace una fonomímica. Para mi sorpresa, Carlos Jaime advirtió mi presencia, se acercó a la terraza, sonrió e hizo un gesto con la cabeza, luego hizo otro en señal de que me llamaba para que entrara al apartamento. Como no podía disimular, me acerqué hasta la puerta y antes de tocar el timbre, Carlos Jaime abrió diciendo “pasá adelante, man”.

Entré y mi segunda sorpresa fue no encontrar a nadie más, el tipo estaba solo, con la música a todo volumen, mientras tanto yo me iba poniendo nervioso pensando que aquella invitación fuera una trampa en contra mía. Por solicitud de Carlos Jaime, me senté y accedí a un trago que muy gentilmente me ofreció, bajó el volumen al equipo de sonido. “¿Te mandó la ruca?, va”. Así es le respondí asumiendo que hablaba de Bety. “Esa maitra está loca, man, si vieras que sólo taloniándome quiere pasar”. Yo guardé silencio por unos segundos hasta que por fin me animé ¿Porque decís eso? ¿A qué crees que se deba? Pregunté con una súbita confianza. “Nel, la mera onda que puro vacil de ella, así trató a sus exmaridos y así me quiere tener controlado a mí”. La forma de hablar de Carlos Jaime me impresionaba, me había sacado de mis prejuicios de índole clasista al suponer que la burguesía se manejaba en un lenguaje refinado.

Carlos Jaime sacó un encendedor y lo movía de un lado hacia otro como quien se espanta las moscas. Lo encendía y lo apagaba, perdida su mirada en la llama. De pronto prosiguió: “Pues la mera onda está así, que yo a esa maitra le cuidaba las espaldas y de repente man, que va y me dice que se siente sola, que si quiero vivir con ella y yo puesí, ni lento ni perezoso que le digo simón y al ratito va ya estábamos endamados” ¿y qué pasó después? “la mera onda que puesí, sólo mandándome quiere pasar, que hacé esto, que vestite así y esa onda nel ya no me llega, encima sólo gritándome, algo desaforada la ruquita esa, yo no sé si soy su marido o su cholero; así que cuando puedo me doy mis escapadas para acá donde me siento más tranquilo ¿me agarrás la onda?” Aquella era la justificación que Carlos Jaime daba pero me parecía tan poca excusa, pues desde mi punto de vista era algo que se podía hablar y resolverlo, sobre todo estando con una mujer acostumbrada al parlamentarismo.

Nos tomamos otro trago y Carlos Jaime mirándome directo a los ojos notó mi incredulidad. Tomó de nuevo el encendedor de tal forma que me parecía un pirómano que quería quemarme vivo. Sonrió y suspiró, se puso de pie y se dirigió a una habitación, me imaginé que iría a sacar un arma y matarme en ese momento, me rasqué la panza y me acordé que yo nunca había usado una. Era un detective pacifista. Carlos Jaime regresó y para mi fortuna no era una pistola lo que traía sino un sobre de papel manila tamaño carta de veintiuno punto cincuenta y nueve centímetros por veintisiete punto noventa y cuatro centímetros que en su interior contenía un montón de papeles. Sorprendido le pregunté de qué se trataba y me dijo que eran unas pruebas que había encontrado en la habitación de Bety que daban cuenta de unos tales desfalcos. Vaya a saber qué es eso, pero pensé que era algo serio. “Simón, es serio y creo que la maitra sabe que yo los tengo, por eso me anda taloniando para darme gas, como sabe que no puede hacerlo en su casa, está procurando hacerlo como si fuera un accidente. Por eso te ha mandado a vos, para que me ubiqués y luego darme en la nuca”. Curioso hojeé aquellos papeles, había balances financieros, copias de correos electrónicos y -para sorpresa mía- una foto de Bety en lencería con una exposición estilo bondage, la foto en blanco y negro le daba un toque artístico. Al reverso una frase escrita a mano “Para la reina que enciende mi fuego” firmada de tal manera que el nombre no era legible. Intenté quedarme con ella, pero Carlos Jaime no me quitaba la mirada de encima. Se la devolví.

Yo tomé otro trago y ya me sentía algo cerote. Era una terrible confesión aquella, le dije que tranquilo, que sabiendo de lo que se trataba que confiara que de mí no saldría ni una palabra. “Pero no te vayas a chiviar loco, que yo en esto no cuento con nadie y prefiero darme a la fuga antes de que me balaceyen”. Me explicó que Bety era capaz de todo. Le insistí que tranquilo, que ya vería cómo me las arreglaba. Que su esposa no le haría nada. Evidentemente estaba mintiendo pues yo lo que quería era salir de ahí tan pronto como pudiera.

Carlos Jaime se notaba indignado por el trato que Bety le daba. Hasta cierto punto sentí solidaridad con aquel joven de peculiar hablado. Mientras él seguía sosteniendo aquel encendedor que prendía y apagaba amenazadoramente. Luego de un breve pero intenso diálogo con aquel muchacho y al observar que en este caso no había ni un sólo rastro de infidelidad y sentir que estaba desperdiciando mi tiempo y mi vida, además de que su manía con el encendedor me tenía muy nervioso, no tuve sino que despedirme agradeciéndole su tiempo y su confianza y prometiéndole que no le diría nada a Bety sobre los verdaderos motivos de sus escapadas ni el lugar donde buscaba refugiarse. “Quedate para otro trago” me pidió. No gracias, debo irme. “Entonces dejá la puerta abierta” ordenó. Salí siguiendo sus indicaciones y me dirigí a paso lento hacia la salida.

Caminando hacia el portón de seguridad a pocos segundos de haber salido de aquel apartamento, se escuchó un grito estruendoso como de alguien que libera su “ki”, como de quien ahuyenta sus miedos o el de un potro alazán a punto de iniciar un largo recorrido, del susto que me dio tremendo alarido y como ya iba medio bolo, caí de bruces al suelo y tardé un rato en reaccionar, cuando lo conseguí volví a ver tímidamente en dirección hacia el apartamento y noté que Carlos Jaime se encontraba desnudo, bailando mientras sostenía frente a él la fotografía de Bety, mientras que en la mesita de centro se quemaban los papeles que me había enseñado antes.

En el apartamento, mientras empezaba a arder todo en llamas, identifiqué que la canción que se escuchaba decía algo así “come on babe, light my fire”, la habitación se incendiaba a la velocidad de la luz “come on babe, light my fire”, mientras Carlos Jaime bailando y haciendo su peculiar fonomímica se masturbaba cantando fogosamente “Try to set the night on fire”.

3.

Aquella tarde volví a casa, decidí dejar mi profesión durante algún tiempo, pensé en cambiar de dirección para que Bety no me encontrara y me pidiera una devolución por no haber resuelto el caso, haciendo eco de las palabras de Carlos Jaime: “Bety es capaz de todo”. Encendí la tele y me serví una cerveza bien fría, quería olvidar lo sucedido, pero justo Bety “La Octopussy” aparecía en el noticiario denunciando ser víctima de una conspiración. Yo nada más me la podía imaginar en aquella foto en blanco y negro con su perfil de bondage “para la reina que enciende mi fuego”. Me estaba excitando pero viendo aquella mujer en la televisión notaba que cuando trataba de ser graciosa, no era ella sino el botox quien sonreía.

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.