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Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, 

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Desde Comala siempre…

 

Para iniciarse había de renunciar al origen.  Buscarlo fuera del país, sin margen laboral.  Emigrar apático al norte.  Arraigar el ánimo en una mina de cobre en pleno desierto.  Salobre, abrir la veta rocosa, marrón oscura, sucia, llanura reseca sin huerto en fronda, indecente por el tizón enfermizo, en tiña, terrenos de trabajadores migrantes, comarca baldía, rocío de escarcha en la noche, cercenada por el ventarrón tardío, entre el polvo en taladro, desechos dispersos, astas corvas sin cadencia de chirimía, sólo las reses lejanas se abrigaban, adormitado y asmático, chaparro ardiendo en la garganta, iguana en alguashte, imaginaba el regreso imposible al pueblo, al lado de su cómplice quien lo acariciaba, sin ofrecerle boda ni futuro, había que extraer el metal, a explosivo franco, cavar huecos hacia lo hondo, alcobas amuebladas de pedruscos rotos, minerales magnos, más extensos que su vivienda, entrar linterna en la frente, al bajar los túneles en laberinto, bifurcados en negro opaco, hacia el fondo oscuro, por los rieles estrechos, entre las salientes puntudas, ariscas al intruso, quien le hurgaba las entrañas.  Amenazaba.  Meses ahí, arrinconado, sólo en ilusión de remesas mensuales a enviar.  Años allí.  La fecha la medía el pasillo oscuro, sin péndulo ni sucesión de luz a la sombra.  Para iniciarse había de renunciar a la vida.  Buscar el origen fuera del mundo.  Sin margen de utopía.  En el alma ya sin solvencia terrena.  Acaso, en la mina no escarbaba corredores hacia la riqueza mineral.  Sondeaba su propia cripta.   Su cuna perenne.

Ignoraban su procedencia.  Había pulido el acento hasta neutralizarlo en el entorno.  No voseaba ni aspiraba la ese.  Adoptaba el acento norteño que lo confundía con sus colegas.  En tonada ranchera, a pasodoble.  Empleaba el anglicismo oportuno, obviando el sesgo regional de la infancia.  Evitaba todo exotismo tropical, disonante en el desierto estéril.  Punzante en el nopal.  Pasaría inadvertido, sin levantar sospecha de extraño.  Temía la exclusión.  Ser deportado por tercera vez, aun si los servicios los apreciaba la cantera.  Su valor lo tanteaba la poca audacia de sustituirlo.  Al remover los despojos del suelo, hasta topar con la veta cobriza.  Morena y tersa como la única piel añorada de sus sueños.  La evocaba durante la rara distracción —también exclusiva— los sábados por la noche.  Al elevar la hombría junto a los otros mineros a quienes el tequila pardo y la cerveza oscura les aliviaba el fardo diario de sol a sol.  Ese mismo ritmo ocre le hendía el abdomen en cicatriz perpendicular, sutura ondeada.  “Revancha de la Sigua”, solía repetir, “o de la Migra, cuyo resultado es lo mismo, aun si la causa difiera”.  Un absceso álgido la coronaba.  Huella de puñal en saña.  Una mordida rabiosa.  No habría cura de floripondio bajo la almohada, ni té de yerbabuena que mitigara el susto.  La señal indeleble hacía de su cuerpo un jeroglífico cifrado, como el viaje del “suave viento que empuja el agua”.  Del centro al norte, en alegoría de la vida.  Su transcurso ocurría al aire libre.  Fuera del cráter cuya lava lo expulsó fuera de la Tierra Prometida.  De los comienzos.  Hacia la aridez conclusiva en la cantera.  El riesgo enlazaba principio y fin en el mismo sitio.  El tatuaje primordial.  Diseño natal que, al bajar apresurado por los rieles, lo perforó de nuevo otro hilo mineral.  Tal fue la fuga a simetría estricta.  Ese día preciso —su aniversario— hendido del vientre regresó a la tierra que lo arroparía siempre.  En el pueblo distante, sólo el balbuceo destemplado del Cojún vaticinó su destino.

Desconozco su nombre y paradero.  Por azar, hace días, el encargado de la limpieza me entregó una carpeta gruesa con sus iniciales.  F. T.  Sin destinatario preciso, sólo detallaba el país —Jayaque, El Salvador, C. A.— por el cual el conserje advirtió mi origen.  Me lo depositó sin abrirlo en la oficina, pese al contenido abultado y atractivo.  La carta que contiene su ventura la parafrasea el relato anterior, casi en plagio.  El cartapacio lo ensancha la cuantiosa suma de cinco mil dólares —los ahorros— que pensaría remitirle a su familia.  Si nadie los reclama, tal vez los done a una causa justa.  O, mejor aún, los esparza en monedas cerca de la mina para evocar su vida en garduña.  Sus colegas disfrutarán hallar múltiples coras, dispersas y lustrosas, entre los cantos sordos y el cascajo desleído.  Un tesoro en el desierto.  Tal es lo cierto de esa vida en elipsis.

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