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BOLILLO EL VOLATÍN DE LA AVENIDA

Santiago Vásquez,
Escritor ahuachapaneco

Es invierno, el intenso frio de las madrugadas, es parte de aquel paisaje pueblerino, donde suceden muchas historias que se escriben en las páginas del tiempo, hasta que alguien las recoja y las deje plasmadas en una singular página de papel.
Antes de salir de las casas, hombres y mujeres se aseguran de ser acompañados por sus paraguas y un pequeño abrigo.
El pronóstico del tiempo anuncia para estos días, poca lluvia, pequeñas asomaditas de sol; ocasión que aprovecharán muchos para realizar diferentes actividades que han dejado de hacer debido al mal tiempo que ha azotado a la zona sin misericordia.
La historia de la visita de los circos ha sido siempre para los habitantes de los pueblos más lejanos y humildes, una tradición muy arraigada y que se ha convertido en pieza fundamental de la idiosincrasia, haciendo formar parte de la familia a los famosos volatines que han ocupado un lugar muy especial en los corazones de chicos y grandes; pero en esta ocasión no es un circo, es simplemente el ingenio y los deseos de vivir de un brillante genio de las carcajadas que siempre se ubicaba en un punto estratégico de nuestra soledad.
En aquella ciudad, siempre era una emoción pasar por la famosa avenida «Los Delirios» donde la diversión les esperaba.
Un verdadero artista fuera de serie llamaba la atención para saludarles y darles la bienvenida, era el Volatín Bolillo, cuyo nombre real era Inocente Abadiel Gramajo.
Los vecinos lo veían todo el tiempo como un hombre sereno, callado, humilde, pero cuando se transformaba en su personaje más querido, era todo lo contrario, hacía reír hasta el más serio de los poblanos.
En sus horas libres, se dedicaba a elaborar pan francés, a la carpintería, a la albañilería, dedicado de igual manera a la sastrería y a la fontanería, a trabajos de electricidad, aunque este último le causaba un poquito de miedo, debido a los inesperados relámpagos que se producían al juntar dos alambres equivocadamente; aún así, eran labores a las que se dedicaba con mucho entusiasmo, Abadiel, el mismísimo de la rebusca cotidiana, como todos los que aman la vida.
Todas las mañanas, llegaba al mismo lugar con su indumentaria y comenzaba su tarea que tanto le fascinaba.
Se colocaba en la acera principal de aquella concurrida avenida y comenzaba a trabajar.
Las personas lo esperaban siempre y se iban acercando poco a poco para disfrutar de su maravilloso ingenio.
El Volatín Bolillo, ya era muy famoso, de su conciencia dejaba escapar toda la energía que le embargaba, se reía, soltando sendas y contagiosas carcajadas, la gente lo veía con mucha expectación, atenta a cada una de las sorpresas que salían como por arte de magia y que podían sorprender al público.
Haciendo malabares con cuatro antorchas encendidas, parecía un ser venido de otro planeta a quien le habían nacido seis o doce manos,
Personas de todas la edades, no paraban de reírse a cada acción del payaso Bolillo, todo mundo se deleitaba al ver su figura endeble y flacucha y no digamos verlo con sus pantalones flojos, sostenidos por unos extraños tirantes anaranjados y subidos hasta el pecho, con sus grandes rayas a colores, su gran chaqueta resaltando un fuerte encendido verde, su camisa manga larga estampada con agigantadas flores profundamente vistosas, sus puntudos zapatos pincelados de rojo con blanco y rayas verdes, apuntando hacia el infinito, su singular nariz atomatada y un sombrero blanco con rosado bien ubicado en la cabeza y ajustado en sus largas orejas adornado por una alborotada peluca de diferentes colores.
A su lado, sostenía una inmensa pelota de pañal y un monociclo el cual manejaba con un extraordinario dominio.
Aquel payaso era el punto de atracción, especialmente de los niños, pero también de aquellos adultos que saben lo majestuoso que es tener un alma de niño, todos lo admiraban y lo amaban.
En medio de toda la alegría que causaba, el griterío de la gente apresurada a tomar el bus, era parte de todo aquel movimiento en la ciudad.
Uno de los puntos que divertía mucho era que después de hacer algunos movimientos mágicos con sus manos y sus flacuchos y largos dedos, sosteniendo una varita gris, comenzaba a echar chorritos de humo por la boca, la nariz, los oídos y los ojos, al verlo, todos morían de risa hasta el cansancio, eran chorritos de humo color rojo, verde y amarillo.
También la gente admiraba, como se tragaba un pequeño chuponcito de papel y después sacaba de su garganta interminables cordones hasta formar un volcán frente a él.
Dentro del público, siempre llamaba a cualquier cipote voluntario y lo hipnotizaba, haciéndolo bailar con una escoba.
O le quitaba el sombrero a uno de los asistentes, le quebraba dos huevos de gallina, los echaba adentro y después se los colocaba, la sorpresa era que no llevaban nada, las asistentes se sorprendían con tanta ocurrencia.
Un día, le dijo a un señor que se encontraba en plena función que se colocara la cartera en la bolsa de la camisa, le pidió que cerrara los ojos y que dijera algunas palabras mágicas, a lo cual el hombre accedió, pidiéndole que la buscara donde la tenía y para su sorpresa la cartera estaba en una de las bolsas del payaso, lo raro y curioso era que estaba a mucha distancia de él.
En otras ocasiones, les pedía un billete y le prendía fuego, después se frotaba las manos con las cenizas, haciendo que apareciera nuevamente.
Una vez, convirtió un conejo en una maravillosa paloma, la cual la soltó por los aires, quizá deseando que la paz llegara por fin, paz tan deseada en el país.
Aquel payaso era toda una sensación que ofrecía momentos de alegría en medio del dolor que ensombrecía a los habitantes de aquella ciudad, dolor causado por la ola de violencia descontrolada y que arrastraba vidas nobles por los senderos oscuros de la sinrazón.
Aquel espacio de la risa, era una catarsis a los problemas que se vivían a diario.
Era grande el público que se detenía para verlo, los vehículos causaban gran congestionamiento, obligados por el ruego de los niños que deliraban por disfrutar aquellos audaces números circenses.
Todo era una verdadera alegría en tan distinguido lugar, adornado por los ecos de las carcajadas.
Así, transcurrían los días, entre la cita al trabajo y el pequeño esparcimiento ofrecido por este hombre dedicado al arte de la risa y a otros menesteres para poder sobrevivir, en este inquietante mundo de voracidad y explotación.
Todas las noches, después de ofrecer su esparcimiento al público, regresaba a su casa, donde lo esperaba su mujer Natalia, junto a sus seis hijos: Rembert, Úrsula, Graciam, Lisandro, Wilson y Lujuán; quienes eran su mayor tesoro y por los cuales trabajaba sin descanso y junto a ellos, unas destartaladas, viejas y pocas pertenencias que les acompañaban.
Una mañana, Sander y Valeria, caminaban presurosos tomados de la mano de su madre, a lo lejos, se dan cuenta que hay mucha gente, mucha más gente de la que siempre había de costumbre.
Esta situación despertó gran curiosidad y en un gesto sorpresivo, uno de ellos se encaminó, abriéndose paso entre aquel tumulto de aldeanos, el niño logra llegar hasta donde está el payaso Bolillo, quien yace sentado en el suelo, recostado en la pared y con su gran sonrisa en el rostro adornado por su atomatada nariz.
Las voces queditas de los curiosos, hacen un murmullo como arremolinando al día.
Son voces queditas de comentarios que apenas se entienden.
La niña le pregunta a su hermanito:
-¿Qué ha pasado Sander?
El niño le responde con toda la inocencia del mundo:
-Valeria, el payasito Bolillo está muy cansado, pero está contento, su risa siempre es maravillosa, pero parece que hoy, no va a dar función.
Míralo, está rendido el pobre que apenas se mueve.
La suave llovizna que se ha pronosticado, cae en el ambiente como pedacitos de cristal, desprendidos del gran diamante del universo.
En medio de toda aquella confusión, los dos alegres niños se alejan, tomados de la mano de su madre, admirando y abrigando la formidable y graciosa sonrisa de Bolillo.
-Sander, crees que mañana si de la función.
-Yo digo que si Valeria.
Su madre los mira con un nudo en la garganta y guarda un profundo silencio.
Una sirena se escucha en la inmensidad de la indiferencia de los demás, es que, es el ruido de una sirena más, a lo cual todos están acostumbrados.
Una cinta amarilla se comienza a colocar en aquel lugar.
El payaso Bolillo desprende su sonrisa como única mueca del dolor y de la última función del día y del cariño que abrigaba hacia los niños.
Los más pequeñitos, sostenidos en los brazos de sus padres lo miran y ríen, porque la sonrisa de un payaso se ha hecho para divertir a los demás, aún en medio del sufrimiento y la fatalidad.
Mientras todos observan aquella inesperada escena, su mujer con sus hijos llegan para recoger en el silencio, la sonrisa que siempre le acompañó, sonrisa que alegró en medio de los chorritos de humo color verde, rojo y amarillo.
Sonrisa que siempre acompañó al atrevido conejo convertido en una paloma.
Sonrisa que acompañó eternamente al señor que le pidió el billete y después de quemarlo se lo devolvió.
Cuentan los vecinos del lugar que cuando pasan por aquella entrañable avenida, se oyen los ecos de las sendas y profundas carcajadas que arrancaba el payasito Bolillo y que lo ven pasearse con la alegre vestimenta que siempre llevaba consigo o montando con la maestría que tenía con el monociclo, llamándolos para la siguiente función, solo que ahora será una función más allá de las estrellas porque se necesita también que los ángeles sonrían con sus malabares y ocurrencias.

 

 

 

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