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Acerca de la poesía actual

Álvaro Rivera Larios

Escritor salvadoreño

De la poesía actual, viagra sale cialis de los rasgos y las búsquedas que la caracterizan y el mundo en el cual se mueve, no tendremos cierta claridad hasta que no removamos o superemos la visión incompleta, confusa y errónea que nos hemos hecho del pasado inmediato de nuestra lírica.

Si recurrimos a la foto fija de un pasado literario para enmarcar la ebullición creativa del presente, resulta obvio que solo tendremos una imagen compleja de la singularidad actual en la medida en que construyamos una visión lúcida de ese ayer con el cual hemos roto, de ese ayer que hemos “superado”.

Los poetas jóvenes, por razones comprensibles, cuando se ponen el disfraz de críticos se dedican a ese género que podríamos bautizar como “el elogio del presente literario”. Y los elogios convencionales del presente se limitan a empequeñecer retóricamente ese pasado con el cual se comparan. La imagen alta del poeta moderno se pone a la par del retrato de grupo de los poetas bajitos del pasado. El presente, qué duda cabe, siempre tiene sus ventajas. Pero concentrarse en ellas a costa de olvidar o silenciar sus carencias conduce a un tipo de crítica literaria escrita por jóvenes que únicamente les dicen a sus jóvenes lectores lo que estos desean escuchar.

Esta voluntad de presentar amablemente a la poesía que hoy se escribe, silenciando sus problemas y sus limitaciones, convierte los elogios del presente literario en un discurso cercano al de la estimulante publicidad. Si queremos hacer un diagnóstico lúcido de la poesía salvadoreña última, no habrá más remedio que dejar atrás los balances literarios autocomplacientes que vocean las victorias del presente, pero no sus desconciertos.

Cualquiera diría que hoy la poesía salvadoreña está a la altura de su tiempo gracias a los premios literarios que ha cosechado en el exterior, pero habría que preguntarse si los criterios de exigencia se reducen a la ganancia de trofeos literarios. Otros criterios nos pueden salir al paso planteándonos la pregunta de si la poesía salvadoreña actual está a la altura de esta época, de este tiempo nublado en el que ahora está sumido el país.

¿Cómo dialoga nuestra lírica con el hecho de que nuestros poetas viven en una de las ciudades más violentas de la tierra? ¿Cómo se manifiesta esa conciencia en la superficie de sus palabras y en los juegos de su imaginación? Tal parece que quienes se entregan al culto de la belleza verbal lo hacen a costa de negar el mundo ¿Tiene que ser así? ¿No hay un margen de encuentro?

No se trata de exigir a la poesía que cumpla el papel de periodista. Tampoco se trata de convertir la crónica roja en la agenda primordial de los poetas, en el único horizonte que cabe para la lírica en nuestro mundo. Hay algo más. No se puede vivir en un mundo como el mundo en el cual viven los poetas salvadoreños sin que eso no afecte a las fronteras de la subjetividad y la imaginación, sin que eso no afecte a las mismas palabras y el modo en el que interpretamos su vida en una de las ciudades más violentas de la tierra.

Sin embargo, hay poetas que huyen de estas implicaciones porque temen manchar la arquitectura cristalina de sus versos con la turbia experiencia del universo que los rodea. Algunos balbucean una excusa atendible. No quieren repetir los empobrecedores tratos que tuvo con la experiencia la poesía salvadoreña de los años 80, pero ¿esas eran las únicas relaciones posibles entre la poesía y la turbia experiencia?

Nuestra poesía salió de los años 80 del siglo pasado escaldada de sus relaciones con el mundo, deseosa de ser significante, deseosa de acomodarse en los tranquilos espacios de una interioridad que la historia le había negado. Ese era el plan, esa era la intención, ese el deseo hasta que nuestra ciudad se convirtió en una de las ciudades más violentas de la tierra.

Por supuesto que la poesía continúa jugando su juego en los espacios interiores, pero ¿cuál es el estado de esos espacios, si uno vive en una de las ciudades más violentas de la tierra?

Hay gente a la que no le interesa hurgar en estas preguntas, simplemente se las saltan porque se han construido una casa en esa brecha que hoy existe entre el lenguaje y la turbia experiencia que nos rodea. Esta brecha entre el significante y el significado poéticos que limita nuestra palabra y nos deja sin visión a la hora de penetrar en las tormentas del presente quizás sea un efecto de la poca lucidez con que ajustamos las cuentas con la lírica de los años sesenta y setenta del siglo pasado.

Del mal diagnóstico que hicimos de aquella época de nuestra literatura salimos con planteamientos poéticos que en las encrucijadas actuales revelan sus limitaciones. Esto nos impone una doble tarea: la de volver a juzgar aquel tiempo y la de juzgar también a sus jueces actuales, a esos jóvenes que hoy se dedican a escribir convencionales elogios del presente.

Para los partidarios del rigor literario abstracto, del rigor literario sin historia, del rigor literario sin contexto, no hay problema. El tiempo de la literatura se reduce a una contienda abstracta entre lo viejo y lo nuevo. Y si ellos son lo nuevo, lo único que cabe es antologizar el presente y las pruebas irrefutables de su presunta diferencia. No hay discusión. Lo nuevo es lo nuevo como siempre y los debates filosóficos sobre la filosofía de la historia de lo nuevo se declaran inexistentes. Qué lindo ser joven y dogmático al mismo tiempo.

Inventariar las últimas voces en antologías es necesario, pero no suficiente, si tales inventarios carecen de sutileza y solidez interpretativa.

Un error que hemos cometido es confundir la crítica literaria con el marketing y la polémica de las cuales se valen los escritores para presentar sus novedades y sus presuntas rupturas en el mundo de nuestras letras.

La tentación de colgarse medallas y de negárselas a otros; la tentación de atribuirse los primeros pasos, silenciando los de otros, convierten la interpretación de los textos en una pugna por ganar o erosionar prestigios.

De tal manera, sin que nos demos cuenta, nos deslizamos de la discusión literaria a la sociología que examina con crudeza la forma en que luchan los escritores para conservar su jerarquía o acceder a ella.

Si la teoría es una forma de contemplación es porque sueña con un espacio para la mente en el cual queden suspendidos, neutralizados, los efectos más crudos de nuestros intereses sobre la forma en que miramos los problemas.

Aquí ya no se trataría de saber quién se agencia las rupturas en un proceso literario. Lo importante sería la descripción de ese proceso y de las múltiples “variables” que hayan podido intervenir en él.

Todo esto significa que no necesitamos caudillajes interpretativos sino que marcos de discusión y esfuerzos sostenidos que eleven la conciencia teórica de nuestras investigaciones y debates.

A menudo culpamos a Roque Dalton por el mal estado en el que hasta hace poco se encontraba nuestra lírica, pero, me pregunto ¿quién es el culpable de las carencias teóricas y las deficiencias interpretativas que asoman en el discurso de aquellos poetas salvadoreños que hacen juicios estéticos? Supongo que la culpa es también de Roque Dalton.

Dejo claro que no intervengo en el horizonte de las discusiones académicas sino que en ese confuso espacio en el cual concurren los escritores y que podríamos denominar “la esfera de la opinión pública literaria”. En él se vierten diariamente frases, ideas y tópicos que son una especie de mantras que, a fuerza de reiteración, acaban convertidos en certezas indiscutibles. En esta esfera de la opinión pública prosperan y se fortalecen los diferentes prejuicios ideológicos de la comunidad literaria salvadoreña.

Una de las tareas de la razón crítica es precisamente la de desmantelar los pre-juicios ahí donde sus nudos nos impiden acceder a una visión mejor fundamentada de los fenómenos.

En los años noventa del siglo pasado, después de la guerra, en un nuevo contexto nacional e internacional, se empezó a desarrollar un balance y un diagnóstico de lo que había sido la historia de nuestras letras desde 1970 a 1992. Se juzgó ese período con la sensación de que ya se estaba juzgando otra época, algo que había quedado atrás y que debía dejarse atrás no solo en el plano de la valoración estética sino que también en el plano de las nuevas tareas y nuevos caminos que debían emprender nuestros escritores.

Uno de los síntomas estratégicos de ese distanciamiento fueron los nuevos puntos de vista que adoptaron frente a Roque Dalton personas que en su juventud habían estado bajo su influencia ideológica. Fueron críticos, novelistas y poetas cercanos a los cuarenta años, y no jóvenes veinteañeros como algunos creen, quienes empezaron a desacralizar de forma metódica e irónica al presunto rey de nuestra lírica.

Ahí, en ese coro de voces, se mezclaron los análisis sutiles de Ricardo Roque Baldovinos con acusaciones maniqueas e hiperbólicas (de figuras como Rafael Menjívar Ochoa) que responsabilizaron a Dalton de todos los males que habían asolado a nuestra lírica en la década de los 80. El discurso de Menjívar, por su carácter retórico y la naturaleza juvenil de sus destinatarios, dejó un pozo más profundo que el que tenía que haber dejado la imagen compleja que Ricardo Roque Baldovinos propuso de la poética vanguardista de Dalton. El maniqueísmo es más atractivo que el discurso que opera por medio de razonamientos complejos.

Una mínima atención a la complejidad dialéctica de la poética roqueana nos habría puesto en la pista de cuál había sido en verdad la naturaleza y los límites de esa gran influencia literaria que forma parte de su mito. Porque hay algo en esa gran influencia que se le atribuye que es pura leyenda.

Así fue como dejamos atrás los años 80, levantando un diagnostico sesgado y posmoderno de lo que habían sido sus grietas, sus fallos, sus extravíos. Por ese mal diagnóstico, nuestros escritores han tenido que pagar un precio en términos de inteligencia crítica.

Del rechazo al realismo esquemático del testimonio se pasó a defender una imaginación y una subjetividad concebidas como islas de espaldas a la sociedad y a la historia.

Del rechazo a la literatura que atendía lo real y despreciaba la forma se pasó a una poesía que consideraba que solo se podía cuidar la palabra si esta era despojada de sus relaciones con el mundo.

Del rechazo a la lírica ideologizada nos desplazamos a la creencia de que era posible una poesía completamente a salvo de la ideología.

A pesar de los cambios operados en nuestra forma de concebir la literatura y su lugar en el mundo, al final, nos las hemos arreglado para permanecer en el reino de las poéticas simplistas y dogmáticas.

Hasta ahora hemos pensado que los años 70 y 80 del siglo pasado eran el gran estorbo, el horizonte gris contra el cual destacan las brillantes ideas y las rutilantes voces de los poetas actuales. Yo trazaría una línea divisoria y no mezclaría en el mismo plano las obras literarias y las opiniones de sus autores. Y es porque creo que tales opiniones, a estas alturas de la fiesta, se han convertido en obstáculos para la comprensión más lucida de los últimos treinta años de nuestra poesía.

Hay que volver a pensarlo todo. Porque las ideas simplistas con las cuales salimos de los años 80 nos han dejado desguarnecidos, sin armas lúcidas, sin planteamientos complejos, para establecer un diálogo entre la poesía y el horizonte nublado en el cual vivimos actualmente. Algunas de las tesis que defienden nuestros poetas actuales más “renovadores” es posible que ya estén afectadas por los primeros síntomas de la “alienación”.

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