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(A propósito de Esencia y valor de la democracia de Hans Kelsen)

Luis Armando González

2.2. Partidos políticos y democracia

Sin embargo, store ailment hay una restricción que no se ha podido vencer y que es sumamente difícil que se venza en las sociedades contemporáneas: el ejercicio directo del poder por  todo el demos o por la mayor parte de sus miembros. Hay limitaciones prácticas para que ello sea viable de manera permanente, sin que tales limitaciones impidan la puesta en práctica de mecanismos temporales de participación directa del pueblo en el ejercicio del poder. Esto fue visto por Kelsen en los años 20 y 30 del siglo XX, lo cual le permitió reivindicar la idea de la representación política y la importancia de los partidos políticos en la democracia.

“Dentro de la masa de aquellos que ejerciendo efectivamente sus derechos políticos toman parte en la formación de la voluntad del Estado, habría que distinguir entre los que sin opinión ni criterio propios obedecen a la influencia de otros, y los pocos que por su propia iniciativa –en armonía con la idea de democracia— imprimen una dirección al proceso de la formación de la voluntad colectiva. Semejante investigación conduce al descubrimiento de la virtualidad de uno de los elementos más destacados de la democracia real: los partidos políticos” (p. 35).

En un contexto de un fuerte antipartidismo, como lo fue la Alemania de los años 20 y 30, no dudó en afirmar que brota de los partidos políticos “una parte muy esencial de la formación de la voluntad colectiva: la preparación decisiva para la dirección de aquella voluntad, proceso que, alimentado por los impulsos de los partidos políticos y por muchas fuentes anónimas, sólo sale a la superficie en la Asamblea Nacional o Parlamento, donde encuentra su cauce regular” (p. 35). Y con contundencia, afirma lo siguiente:

“la democracia moderna descansa, puede decirse, sobre los partidos políticos, cuya significación crece con el fortalecimiento progresivo del principio democrático. Dada esta realidad, son explicables las tendencias –si bien hasta ahora no muy vigorosas— a insertar los partidos políticos en la Constitución, conformándolas jurídicamente con lo que de hecho son ya hace tiempo: órganos para la formación de la voluntad estatal” (p. 36).

Se trata, según Kelsen, de un proceso de “racionalización del poder” que va aparejado con “la democratización del Estado moderno”: los partidos políticos son “órganos constitucionales del Estado en especial”. El rechazo monárquico a los partidos no era sino “una enemistad mal disimulada contra la democracia” (p. 36). Y también contra los individuos, quienes aisladamente carecen “por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado” (pp. 36-37). Por consiguiente: “la democracia sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones definidas por diversos fines políticos, de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan en forma de partidos políticos las voluntades políticas coincidentes de los individuos. Así no puede dudarse que el descrédito de los partidos políticos por parte de la teoría y la doctrina del derecho político de la monarquía constitucional encubría un ataque contra la realización de la democracia. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere de un Estado de partidos” (pp. 36-37).

A más de algún denostador de los partidos no le caerá en gracia la tesis de Kelsen. Seguramente, argüirá que este autor era –en ese momento— demasiado ingenuo como para darse cuenta de la “maldad” de los partidos políticos. O en todo caso argumentará que entonces los partidos no eran lo que son ahora, cuando su “perversión” es extrema.  Es indudable que desde los años 20 del siglo XX hasta la época actual los partidos políticos han cambiado y acumulado (y dado lugar a) experiencias positivas y negativas. Ha habido partidos (y políticos) francamente detestables y truculentos. Pero los ha habido también comprometidos con el bien público y éticamente honorables.

Una cosa es cierta: quienes en la actualidad ven en los partidos políticos “maldad”, “corrupción” o “bajeza” no se distinguen de quienes opinaban lo mismo en la época de Kelsen.

Es decir, en tiempos de Kelsen había quienes pensaban que los partidos políticos eran expresión de la peor perversión ética y política, igual a como piensan, en nuestro tiempo, muchos de los defensores del antipartidismo. Parece ser que a unos y otros les importa poco el quehacer real de los partidos, pues lo suyo era y es un antipartidismo a priori: los partidos políticos son malos, perversos y bajos por ser lo que son, porque ello es intrínseco a su naturaleza. Y esto se sostiene a priori, sin atender a la diversidad, desempeño real y evolución de los partidos políticos.

Es precisamente la realidad efectiva de los partidos (en una democracia) lo que le interesa a Kelsen. Y es eso lo que debe preocupar en la actualidad a los estudiosos de los partidos, no los prejuicios acerca de su intrínseca maldad y corrupción. Esos prejuicios, que se amparan en tesis como las que sostienen que “todos los partidos son corruptos”, “todos los partidos abusan del poder” o todos los partidos están formados por camarillas mediocres que se aprovechan de los recursos de la sociedad”, son además de analíticamente perniciosos –no permiten entender el rol de los partidos ni la diversidad de prácticas políticas que éstos encauzan— sumamente antidemocráticos, pues suelen estar orientados a desacreditar a instancias de intermediación socio-política imprescindibles en las democracias contemporáneas.

2.3. Debilidades del antipartidismo 

En tiempos de Kelsen –al igual que en la actualidad—, uno de los frentes de ataque de los críticos de los partidos era el “egoísmo” de estos últimos, el cual los lleva a defender intereses de grupo y no el “bien común” que es precisamente lo que –según esos críticos— corresponde al Estado. Kelsen les respondió que “los Estados históricos representan casi siempre, bajo la aureola ideológica de que se rodea todo poder, organizaciones puestas al servicio de los intereses del grupo gobernante. Su pretensión de obrar como instrumentos del interés colectivo de una comunidad solidaria significaría en el mejor caso tomar el ideal por la realidad; pero, por regla general, no pasan de idealizar la realidad por motivos políticos” (p. 42). El Estado histórico no es ajeno a los intereses de grupo, sólo que tal cosa no se suele reconocer. Los partidos políticos no niegan –no deberían negar— los intereses que defienden, pues es partir de esos intereses que se expresa la heterogeneidad del pueblo y que, por tanto, obligan a la transacción de intereses divergentes.

Desde el punto de vista de Kelsen no se ve cómo otros grupos políticos puedan sustituir a los partidos como “factores de la formación de la voluntad del Estado”. En una argumentación que podría ser usada hoy, Kelsen descalifica a los que creen que los “grupos profesionales” pueden ocupar el lugar de los partidos políticos, apelando a que tales grupos no tienen intereses, sino que son neutrales.

“Al tratar de la cuestión relativa a qué otros grupos políticos podrían sustituir a los partidos como factores de la formación de la voluntad del Estado, se demuestra lo infundado  de esta argumentación contra los partidos políticos, siendo casi el único recurso conceder a los grupos profesionales la función que hoy desempeñan los partidos. El carácter interesado de estos grupos… no es inferior, sino probablemente más intenso todavía que el de los partidos políticos, puesto que en aquéllos sólo pueden mediar intereses materiales. La voluntad colectiva, dentro de la inevitable pugna de intereses acreditada por la experiencia, si no ha de ser la expresión unilateral de intereses de grupo, sólo puede consistir en la resultante o transacción de intereses divergentes, y la articulación del pueblo en partidos políticos significa propiamente la creación de condiciones orgánicas que hagan posible aquella transacción y permitan a la voluntad colectiva orientarse en una dirección equitativa” (pp. 42-43).

Casi 100 años no separan del momento en que tales ideas fueron publicadas. Pero parecen escritas para nosotros, cuando algunas gremiales empresariales (o agrupaciones profesionales auspiciadas por ellas) pretenden reemplazar a los partidos políticos como instancias de transacción y articulación de intereses divergentes. Y lo peor: eso se cobija bajo un manto democrático que en realidad no es tal, como no lo era en la época del Kelsen.

“La actitud adversa a la constitución de los partidos, y hostil, en el fondo a la democracia, sirve, consciente o inconscientemente, a las fuerzas políticas que tienden a la hegemonía de un solo grupo de intereses, que en la misma medida en que se niega a tomar en cuenta otro interés ajeno, procura disfrazarse ideológicamente como interés colectivo ‘orgánico’, ‘verdadero’ y ‘comprensivo’” (pp. 43-44).

Si se sustituye, en la primera línea del párrafo citado, la palabra “constitución” por la palabra “existencia”, perfectamente se puede aplicar a la situación actual de El Salvador, en un momento en el cual el antipartidismo reinante está al servicio de  “fuerzas políticas que tienden a la hegemonía de un solo grupo de intereses”. En la época de Kelsen se quería negar el reconocimiento jurídico a los partidos, lo cual él califico de “ceguera ante la realidad”.

En la nuestra, se les quiere negar el derecho a existir, lo cual es también una ceguera ante la realidad.

“Un avance incontable conduce en todas las democracias a la división del pueblo en partidos políticos, o, mejor dicho, ya que preliminarmente no existía el ‘pueblo’ como potencia política, el desarrollo democrático induce a la masa de individuos aislados a organizarse en partidos políticos, y con ello despierta originariamente las fuerzas sociales que con alguna razón pueden designarse con el nombre de ‘pueblo’. Si las Constituciones de las repúblicas democráticas –que en éste como en tantos puntos se hallan todavía bajo el influjo de la ideología de las monarquías constitucionales— niegan el reconocimiento jurídico a los partidos políticos, no es desde luego con la intención que perseguían aquéllas, o sea la obstrucción de la democracia, sino por ceguera ante la realidad” (p. 45).

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