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30 de julio: geografía sin tiempo

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Sí… -lo confieso como quien confiesa la expiación de un pecado tan mortal como ardiente- yo estuve en esa calle, site en esa sangre, en esos gritos del miércoles 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto… lo digo con más orgullo que nostalgia. Digo “estuve”, y la memoria corre como venado al recordar que la calle se aburguesó de sangre pobre, se oligarcó de cuerpos jóvenes mutilados, se militarizó de desaparecidos, se monopolizó de torturas, presagiando la mano diestra que se prendería del cuello de la sociología treinta y tantos años después. Trece años, cuatro meses y seis horas de edad no son una buena mira telescópica para ver más nítida la patria; los libros de séptimo grado son un mal parapeto contra la tiranía militar. Sí… yo estuve en esa calle, en esa sangre, en esos gritos del miércoles 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto, y aprendí que la masacre no fue en la 25 avenida norte, sino que en los cuatro puntos cardinales del país; aprendí que los muertos no fueron estudiantes universitarios, sino que salvadoreños que no tienen quién firme que murieron de muerte natural.

La muerte de los del 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto, se convirtió en una cartografía del futuro, en una cartografía sin tiempo-espacio de mi tierra telúrica y soñadora; en una cartografía del ritual de la vida, no de la muerte; en una cartografía que, al modificar la geografía nacional, nos permite llegar al lugar exacto donde el dolor estalla entre fincas golosas y mansiones alucinantes. Esa cartografía la tengo guardada en el diminuto armario de mi pecho. Observen bien esta mirada triste que la señala; esta mirada de hombre feo sin anillos académicos, ni cuentas bancarias, ni menciones honoríficas. La muerte de los del miércoles 30 de julio, a la 4 de la tarde en punto, es un reconstruir la cartografía del sufrimiento nacional con lazos negros. Sí, una reconstrucción de la cartografía humana en el cuerpo unánime de una patria que confisca el pobre patrimonio de los pobres para dárselo a los ricos… porque al que tiene se le dará y tendrá más. Sus espaldas envenenadas con plomo: en las hondonadas tormentosas del majestuoso volcán de San Salvador; sus cicatrices sin reconocimiento forense: trazadas en los niños heroicos de la escuela secundaria y en los que deambulan en los semáforos sin más futuro que un bote de pega, sin más libro de texto que un cartón orinado, sin más beso de buenas noches que una violación.

Acérquense a ver mi maltrecho cuerpo-sentimientos de hombre feo; vengan a ver mi cartografía desmembrada por el olvido de los que hacen del liderazgo un negocio, para sentirse dignos de vivir en un país de propietarios. Vean a través de sus muertes el cuerpo de la patria expropiada y sus arterias azules que conducen a Washington y a la Gran Vía. El Lempa les ofrece, con agonía fabril, un lugar de descanso, un respiro perentorio en el trayecto hacia lo indecible, y una mano pálida le roba la solidaridad de clase social a ese gesto tan humano y tan fuera de este mundo.

La muerte de los del 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto, se convirtió en una cartografía sin tiempo-espacio del futuro sin futuro. Para la sed salina de esos muertos sin lápidas, ni novenarios, ni padres nuestros que hagan realidad aquello de que “a rey muerto rey puesto”: el Sumpul llorón y sus seiscientos secretos revelados a medias porque murieron los pregoneros por convicción. Observen los cuerpos de los muertos sobre los intestinos obstruidos de la patria. En el cerro de Guazapa: las llagas de esos muertos se perfumaron con el olor de las luciérnagas furtivas y los fusiles requisados a mano limpia. Vean sus manos izquierdas encalladas en Tres Calles, Perquín y la Guacamaya. Vean sus manos derechas agonizando en las aulas superiores debido a que la amnesia es un eje transversal de los historiantes sin biografía relevante porque “no quieren recordar” y eso los enfrenta a quienes, por honor, “no podemos olvidar” desde que aprendimos a rezar en su memoria para que la utopía los tenga en su gloria.

Vengan a ver y comprueben con sus dedos que el país entero fue el lugar de la masacre; oigan y comprueben que los muertos no fueron estudiantes universitarios con un brillante futuro académico, sino que salvadoreños insignes sin ciudadanía, porque si no entendemos esa fatídica y cipresal verdad seguiremos hablando de ellos sin saber quiénes fueron y quiénes son; seguiremos en la miserable tarea académica de revisar, con sangre fría, los obituarios de entonces para tergiversar la memoria y deslegitimar el llanto materno de ahora; seguiremos recordando cómo murieron en lugar de recordar cómo vivieron, en lugar de leer con lujurioso placer sus cuadernos.

Oigan cómo los muertos del 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto, al cielo miran; vean cómo sus labios marchitados sentencian a quienes especulan con su herencia: No los perdones, Farabundo, porque ellos sí saben lo que hacen; no dejéis que vengan a mí, Carlos Fonseca, porque de ellos no es el reino de la imaginación sociológica; no perdones nuestras ofensas, Roque, para que nosotros no perdonemos a quienes nos ofenden con su olvido.

Sí… yo estuve en esa calle, en esa sangre, en esos gritos del miércoles 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto. La muerte de los del 30 de julio es una cartografía sin tiempo-espacio del futuro sin pasado, es un reloj sin tiempo. Miren las caninas mordidas de las tanquetas papales en sus cuerpos que protegían utopías y cuadernos y canciones de protesta; sus rostros inmortales están en Chalatenango donde el oro es una profética sombra; sus carnes deglutidas tiritan debajo del lujoso muelle de La Unión. De nuevo, explotan en sangre sus cuerpos en el privatizado ardor de los ausoles de Ahuachapán que nos quieren robar impunemente. El Acelhuate de mis amores llora sus lágrimas inocentes y cae, como reverencia perversa, en el ombligo de la mercantilista noche. Grita la Catedral metropolitana con voz de panela e incienso: su sangre es miel del hambre inútil, es campana que tamborilea en la mesa desértica en que ayuna la foto de Monseñor Romero. El cusuco deshoja su margarita en los tatús bombardeados sin piedad ni honor; y el delirio de justicia de los peces cultivados para saciar el hambre transnacional, bota su máscara en el agua; y una rosa domesticada en las playas de los jardines de la Santa Elena, llora junto al polen amargo de la plusvalía que paren las remesas y las charlas neoliberales y las sentencias de la sifilítica sala de lo constitucional. ¡Mutilados y escondidos quedaron los cuerpos del miércoles 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto! Y entonces entiendo que lo importante no es cómo murieron, sino cómo vivieron… ¡gorilas, hijos de puta, los estudiantes somos vergones!! –les gritábamos- para pagar su entierro y una cruz de palo de jiote.

La muerte de los del miércoles 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto, se convirtió en una cartografía del futuro, porque algunas muertes son un mapa, y algunos silencios son un escándalo. Sigan las líneas de esa cartografía y vean en ellas la Universidad del pueblo con las carnes mutiladas y los espíritus amaestrados por los pastores y los vehículos lujosos; vean a las pipiles flores de Izote con las cinturas mancilladas por el comercio exterior y las concesiones de los cancilleres que no saben hablar en sollozos. ¡Mutilados y ocultos para que no fueran encontrados por el recuerdo quedaron los cuerpos del 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto! Mutilados y ocultos en los platos baldíos de Mesa Grande; en la necedad libertaria del Mozote y su secreto a voces; y sus llagas sangrantes iluminan más que los candiles la noche de las tortillas sin sal. En el puerto de La Libertad: los hombres meditan en sus cárceles íntimas; en Teotepeque: mil hombres regalan sus frentes y cenizas de bálsamo; en un cuartel: el General Romero juega a los soldaditos con sus alacranes venéreos y reparte balas como quien reparte tarjetas de navidad entre sus amigos.

¡Mutilados y ocultos para que no fueran encontrados por el recuerdo quedaron los cuerpos! Ocultos. Acaricien sus pies helados naufragados en la arqueología de un Perquín remoto. En el vientre ardiente de las minas que la carretera del milenio amenaza con robarnos a plena luz del día, los sonámbulos brillos truenan como huesos fracturados por la mano del prócer Delgado y del diputado con más años de antigüedad; en los tugurios de Apopa, la 22 de Abril, la Nueva Israel y Soyapango, la pandereta de los camiones cementeros certifica la validez de la estrategia de tierra arrasada que lanzan las hipotecas, los aviones “made in USA” y los centros comerciales decorados con sangre palestina. El Papa pide unirse contra el terrorismo mientras amenaza con el infierno a los niños no bautizados por falta de dinero y pasos a desnivel; mientras tanto, el coronel Molina se rasca los huevos y le enciende una vela a San Pinochet para que lo libre de todo mal. Cuaderno y calle más allá del tiempo.

Sí… yo estuve en esa calle, en esa sangre, en esos gritos, lo digo con más orgullo que merecimiento. La muerte de los del miércoles 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto, es una cartografía, es una calle con corazón de pobre. Esa cartografía que mis ojos dibujan se llama memoria. Memoria. La piedra angular de su templo fue traída del Torola porque no hay memoria sin honor. Rafael Arce Zablah escamotea el grano de oro de sus venas y grita sus consignas de milenios… y en sus ecos de frijoles en bala su bocado testamento nos regala su esperanza de que alguien se pondrá nuestra camisa cada 30 de julio. Memoria que estás enemistada con el pueblo porque el consumismo lo consume; que estás enemistada con los estudiantes porque la sociología está aprendiendo a pensar con la mano derecha para ser digna de consultorías; que estás enemistada con muchos, pero que sigues presente en los niños que no pudieron nacer porque la bala es más veloz que el espermatozoide; que sigues presente en el pan que se burla de nuestra salivación en las vitrinas… y en la nutritiva masa que destila en los molinos caducados, tienes la ilusión de resucitar al tercer día.

Sí… yo estuve en esa calle, en esa sangre, en esos gritos del miércoles 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto. El 30 de julio me salvé de la masacre, pero no de la muerte, porque su aliento cipresal quedó merodeando en mi alma como un animalito asustado; porque quedé lisiado, amputado un pedazo de corazón; porque no soy un sobreviviente, soy un muerto viviente, y es que trece años, cuatro meses y seis horas eran un látigo muy corto para domar a los potros que la tiranía militar había desatado, porque no quería el campo con sus suaves cenzontles, ni la letrada alegría de un niño chorreado, ni que las familias tuvieran lecho, mesa y pan en este país de la sonrisa. La tiranía militar quería retener la noche para siempre, la noche ancha y atiborrada de cadáveres, la noche donde el paisaje de la patria se hace grito, la noche que llegó entonces y desde entonces en ella vivimos; desde entonces nuestra bandera tiene cincuenta estrellas y nuestro trueque it,s not a good bussines. Si… yo estuve en esa calle que me hizo creer que mi madre era una voz ida, pero al doblar la esquina siguiente, allí estaba presente con su dolor antiguo y el pecho lleno de destellos rebeldes que me enseñarían a desnudar los nombres rodeados de silencio.

Los muertos del 30 de julio nos dejaron en la orfandad, porque sin ellos la patria sigue buscando su historia; sigue amando los exilios y las esmeraldas de los niños de la calle.

Por eso escribo los miércoles, hoy lo saben ya, no me pregunten nada porque no hay nada que agregar o pregonar. Que su muerte no sea un destierro, sino que una repatriación de la memoria; un Golpe de Estado a las boletas de empeño; un levantamiento de los frijoles; una huelga de brazos caídos de la sal y las tortillas; un amotinamiento de la conciencia; una sublevación del olvido; una insurrección de los cuadernos; un golpe de mano a las gargantas baldías; un repicar de campanas que pregunte, por fin: ¿cómo pueden jugar y aprender los niños que nunca han visto el sol de la leche en la mañana? ¿Cómo pueden amanecer con música en el pecho los que duermen en los portales de los almacenes obsoletos como si fueran perros nocturnales? ¿Cómo no vomitar banqueros con corbata y maquileros colonizadores? Y entonces vuelvo a concluir que lo importante no es cómo murieron, sino cómo vivieron, para evadir ese culto oportunista a la muerte que escudriña periódicos y llega al cinismo de aceptar reconocimientos de una sobrevivencia que no le hace honor a los muertos.

Sí… yo estuve en esa calle, en esa sangre, en esos gritos del miércoles 30 de julio, a las 4 de la tarde en punto, y lo único que me queda por gritar es: compañeros caídos en la lucha, hasta la victoria siempre.

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